¡Viva Verdi... manque pierda!
Anna Netrebko (Giovanna)
Francesco Meli (Carlo)
Devid Cecconi (Giacomo)
Dmitry Belosselsky (Talbot)
Michele Mauro (Delil)
Riccardo Chailly (Dtor. Musical)
Moshe Leiser y Patrice Caurier (Producción)
Anna Netrebko (Giovanna)
Francesco Meli (Carlo)
Devid Cecconi (Giacomo)
Dmitry Belosselsky (Talbot)
Michele Mauro (Delil)
Riccardo Chailly (Dtor. Musical)
Moshe Leiser y Patrice Caurier (Producción)
Con el ceño fruncido (a día de
hoy aún continúan así) llevan las mentes bienpensantes desde que Riccardo
Chailly anunció hace ya un tiempo que inauguraría temporada y también su etapa
como director musical del Teatro alla Scala, con un título “menor” de Verdi
como es Giovanna d’Arco. Parece ser que los valedores de la moral pública y de
la regeneración espiritual de Occidente, consideran que este título verdiano es indigno de
tales honores y que sólo es merecedor de algunos comentarios de conmiseración y poco más. Ha
hecho bien, por tanto, el maestro Chailly en mantener su criterio y seguir
adelante con el proyecto, por muchas vestiduras que se rasgaran. Además, no se
trata de un simple capricho, porque su aprecio por esta obra del Verdi juvenil
viene de varias décadas atrás, cuando, siendo director musical del Teatro
Comunale de Bolonia, ya dirigió una producción, conservada en vídeo, y que
supone una de las versiones de referencia de la obra.
Es cierto que Giovanna d’Arco no
es una obra redonda (incluso un gran estudioso verdiano como Julian Budden
tampoco muestra grandes entusiasmos por ella), pero aún así tiene muchos puntos
de interés y merece ser escuchada con atención. La influencia meyerbeeriana (sobre
todo proveniente de Robert le diable), a la que Verdi en aquellos años era tan
proclive (Giovanna d’Arco se estrenó en La Scala, en 1845), es muy evidente,
tanto en la construcción de grandes escenas, de amplia elaboración formal y que
tienden a ir borrando las férreas estructuras de la ópera italiana (la escena
inicial; toda la escena del templo; parte final de la ópera), como por el
interés hacia los mundos ultraterrenales, místicos o diabólicos. Asimismo, se
pueden encontrar a lo largo de la obra muchas semillas de lo que luego serían
grandes frutos verdianos (aquí y allá
parece entreverse Traviata, Trovatore, Ballo, Don Carlo, y por supuesto Macbeth).
Por si todo esto fuera poco, encontramos, como siempre en el Verdi “de galeras”,
ese ímpetu fogoso y juvenil, reflejado en unas melodías exuberantes y plenas de
calidez que son capaces de ganarse al oyente por su enorme atractivo, por
encima incluso de unos acompañamientos y de unas armonías no excesivamente
elaboradas. En mi opinión, Giovanna d’Arco no es una obra maestra, pero dentro
del pelotón de títulos verdianos puede ocupar un zona media muy digna.
Aparte del protagonismo del
maestro Chailly en el foso, la gran estrella de la velada era la soprano rusa
Anna Netrebko, quien ha abandonado desde hace un tiempo su repertorio más
habitual de soprano lírica, para adentrarse en los pedregosos terrenos del
Verdi más exigente. El papel de Giovanna lo había debutado ya en Salzburgo hace
un par de años, pero tan solo en versión de concierto, de la cual además se
extrajo una grabación en disco compacto. Estas funciones scaligeras suponen por lo tanto su debut escénico. El papel, en principio, parece muy apropiado para las
circunstancias actuales de su voz, sin embargo el resultado no acaba de ser
todo lo redondo que cabía esperar. La soprano rusa sigue empeñada en ensanchar
excesivamente su voz y en otorgar a su canto unas sonoridades demasiado
ampulosas, lo cual, unido al hecho de que la emisión suena algo retrasada, hacen
que su canto peque de artificioso y poco natural, y por ende con escasa
transmisión. Tampoco las características apuntadas ayudan en un personaje como
Giovanna, que además de su faceta guerrera, tiene también un perfil más ingenuo, de sencilla y devota campesina, que
se pone muy de manifiesto sobre todo en sus dos momentos solistas, donde a
Netrebko le falta flexibilidad para plegarse a ese canto estático y elegíaco, que es imposible de conseguir si no se aligera algo la emisión (veáse esa
primera frase de “O fatidica foresta”, con casi todas las vocales oscurecidas). Otro
tanto ocurre en el dúo con el tenor, donde a frases como “Ah, perché sui campi
in guerra” les falta un punto de abandono y un legato más fluído. Lo que
sí es de alabar es la exultante entrega y el generoso entusiasmo de la
cantante, que no ahorra ni escatima su torrente vocal, sabedora de que cuenta
con un material extraordinario. A veces incluso puede resultar excesivo tal derroche
porque se bordea lo histérico por momentos, con algunos sonidos desgarrados y
fibrosos, sobre todo en el tercio agudo. En suma, una interpretación meritoria
(aclamadísima por el público de la prima), dadas las dificultades del papel, con momentos de buena línea, pero que es una pena que no se redondee por vicios absurdos y conceptos
equivocados.
Francesco Meli en el papel del
rey Carlo VII ofrece, como es habitual en él, la belleza mediterránea del
timbre, su canto entregado y entusiasta, y sus intentos por dar variedad y
matices al fraseo. Comparado con lo que hay por ahí, es agradable de escuchar,
pero tiene muchas lagunas técnicas que sigue sin atajar, y que ya empiezan a
hacer mella en la frescura de la voz, y también en las
dificultades para encaramarse a los agudos, que hasta hace no mucho le
resultaban bastante fáciles. La frecuencia de un repertorio cada vez más pesado
sin tener los papeles técnicos completamente en regla suelen provocar estos percances.
Abundan los sonidos abiertos (sobre todo en la zona de paso) y los ataques desde
abajo, mientras que la voz acusa también una cierta rigidez que le impiden, por ejemplo, sortear las
notas de adorno con algo más de elegancia. Como suele ser habitual en los
cantantes poco duchos con la técnica, en los momentos de canto etéreo acude al
vulgar falsete (dúo del acto segundo con Giovanna), y tampoco le encuentra el
punto a la exposición de una melodía como “Vieni al tempio e ti consola”, que
pide un refinamiento y un colorido muy particular, de auténtico belcantista.
Meli da las notas y la cosa le queda apañada. Algo es algo.
La labor del maestro Riccardo
Chailly comenzó con algo de estruendo y de sonido pachanguero en la obertura,
pero se fue asentando y reconcentrando a lo largo de la obra, hasta redondear
una versión de muy buen nivel. Lejos de dejarse arrastrar por el característico
vigor verdiano en cabalgadas y galopes efectistas, todo aparece medido en sus
justos términos, sin por ello perder electricidad ni fuerza. El maestro,
además, sabedor de que no todos los momentos de la partitura brillan a igual
altura, trata de amortiguar las caídas por medio de puntuales juegos de tempo y
dinámica en los acompañamientos más convencionales, o resaltando algún detalle peculiar de la orquestación (escena del barítono en el campo inglés). A destacar por
ejemplo el estupendo relieve dramático que consigue dar al dúo padre-hija del
último acto, sin perder por ello ni una pizca de cantabilidad. O el magnífico
resultado del gran dúo soprano-tenor que cierra el primer acto, de gran riqueza
expresiva y con un extraordinario dominio de la expansión melódica en la
exposición de una frase tan gloriosa como es "É puro l’aere, limpido il ciel". Añadir
también la magnífica labor de los coros de La Scala, que suelen mostrarse
imbatible en este repertorio. Empaste, calidez, tersura, robustez, incisividad,
acentuación... Una lección magistral de canto verdiano.
La puesta en escena, obra de la
dupla francesa compuesta por Moshe Leiser y Patrice Caurier, peca de falta de
respiro, al desarrollarse toda ella entre cuatro paredes, aunque éstas a veces
se transparenten para que se pueda ver al coro, o bien se transformen en
pantallas donde se proyectan algunos de los acontecimientos que rodean toda la trama.
Sin embargo, la falta de espacios abiertos entra en flagrante contradicción en
una obra como ésta, que ya desde la misma obertura establece su marco de
acción: la naturaleza revuelta, la campiña serena y bucólica, y los campos de
batalla. Aún así, se deja ver porque es variada y colorista, y contiene algunos
buenos golpes de efecto.
¡Viva Giovanna y Viva Verdi!...