miércoles, 9 de diciembre de 2015

Verdi GIOVANNA D'ARCO (Scala, 7-XII-2015)

¡Viva Verdi... manque pierda!

Anna Netrebko (Giovanna)
Francesco Meli (Carlo)
Devid Cecconi (Giacomo)
Dmitry Belosselsky (Talbot)
Michele Mauro (Delil)

Riccardo Chailly (Dtor. Musical)
Moshe Leiser y Patrice Caurier (Producción)


Con el ceño fruncido (a día de hoy aún continúan así) llevan las mentes bienpensantes desde que Riccardo Chailly anunció hace ya un tiempo que inauguraría temporada y también su etapa como director musical del Teatro alla Scala, con un título “menor” de Verdi como es Giovanna d’Arco. Parece ser que los valedores de la moral pública y de la regeneración espiritual de Occidente, consideran que este título verdiano es indigno de tales honores y que sólo es merecedor de algunos  comentarios de conmiseración y poco más. Ha hecho bien, por tanto, el maestro Chailly en mantener su criterio y seguir adelante con el proyecto, por muchas vestiduras que se rasgaran. Además, no se trata de un simple capricho, porque su aprecio por esta obra del Verdi juvenil viene de varias décadas atrás, cuando, siendo director musical del Teatro Comunale de Bolonia, ya dirigió una producción, conservada en vídeo, y que supone una de las versiones de referencia de la obra.

Es cierto que Giovanna d’Arco no es una obra redonda (incluso un gran estudioso verdiano como Julian Budden tampoco muestra grandes entusiasmos por ella), pero aún así tiene muchos puntos de interés y merece ser escuchada con atención. La influencia meyerbeeriana (sobre todo proveniente de Robert le diable), a la que Verdi en aquellos años era tan proclive (Giovanna d’Arco se estrenó en La Scala, en 1845), es muy evidente, tanto en la construcción de grandes escenas, de amplia elaboración formal y que tienden a ir borrando las férreas estructuras de la ópera italiana (la escena inicial; toda la escena del templo; parte final de la ópera), como por el interés hacia los mundos ultraterrenales, místicos o diabólicos. Asimismo, se pueden encontrar a lo largo de la obra muchas semillas de lo que luego serían grandes frutos  verdianos (aquí y allá parece entreverse Traviata, Trovatore, Ballo, Don Carlo, y por supuesto Macbeth). Por si todo esto fuera poco, encontramos, como siempre en el Verdi “de galeras”, ese ímpetu fogoso y juvenil, reflejado en unas melodías exuberantes y plenas de calidez que son capaces de ganarse al oyente por su enorme atractivo, por encima incluso de unos acompañamientos y de unas armonías no excesivamente elaboradas. En mi opinión, Giovanna d’Arco no es una obra maestra, pero dentro del pelotón de títulos verdianos puede ocupar un zona media muy digna.

Aparte del protagonismo del maestro Chailly en el foso, la gran estrella de la velada era la soprano rusa Anna Netrebko, quien ha abandonado desde hace un tiempo su repertorio más habitual de soprano lírica, para adentrarse en los pedregosos terrenos del Verdi más exigente. El papel de Giovanna lo había debutado ya en Salzburgo hace un par de años, pero tan solo en versión de concierto, de la cual además se extrajo una grabación en disco compacto. Estas funciones scaligeras suponen por lo tanto su debut escénico. El papel, en principio, parece muy apropiado para las circunstancias actuales de su voz, sin embargo el resultado no acaba de ser todo lo redondo que cabía esperar. La soprano rusa sigue empeñada en ensanchar excesivamente su voz y en otorgar a su canto unas sonoridades demasiado ampulosas, lo cual, unido al hecho de que la emisión suena algo retrasada, hacen que su canto peque de artificioso y poco natural, y por ende con escasa transmisión. Tampoco las características apuntadas ayudan en un personaje como Giovanna, que además de su faceta guerrera, tiene también un perfil más ingenuo, de sencilla y devota campesina, que se pone muy de manifiesto sobre todo en sus dos momentos solistas, donde a Netrebko le falta flexibilidad para plegarse a ese canto estático y elegíaco, que es imposible de conseguir si no se aligera algo la emisión (veáse esa primera frase de “O fatidica foresta”, con casi todas las vocales oscurecidas). Otro tanto ocurre en el dúo con el tenor, donde a frases como “Ah, perché sui campi in guerra” les falta un punto de abandono y un legato más fluído. Lo que sí es de alabar es la exultante entrega y el generoso entusiasmo de la cantante, que no ahorra ni escatima su torrente vocal, sabedora de que cuenta con un material extraordinario. A veces incluso puede resultar excesivo tal derroche porque se bordea lo histérico por momentos, con algunos sonidos desgarrados y fibrosos, sobre todo en el tercio agudo. En suma, una interpretación meritoria (aclamadísima por el público de la prima), dadas las dificultades del papel, con momentos de buena línea, pero que es una pena que no se redondee por vicios absurdos y conceptos equivocados.

Francesco Meli en el papel del rey Carlo VII ofrece, como es habitual en él, la belleza mediterránea del timbre, su canto entregado y entusiasta, y sus intentos por dar variedad y matices al fraseo. Comparado con lo que hay por ahí, es agradable de escuchar, pero tiene muchas lagunas técnicas que sigue sin atajar, y que ya empiezan a hacer mella en la frescura de la voz, y también en las dificultades para encaramarse a los agudos, que hasta hace no mucho le resultaban bastante fáciles. La frecuencia de un repertorio cada vez más pesado sin tener los papeles técnicos completamente en regla suelen provocar estos percances. Abundan los sonidos abiertos (sobre todo en la zona de paso) y los ataques desde abajo, mientras que la voz acusa también una cierta rigidez que le impiden, por ejemplo, sortear las notas de adorno con algo más de elegancia. Como suele ser habitual en los cantantes poco duchos con la técnica, en los momentos de canto etéreo acude al vulgar falsete (dúo del acto segundo con Giovanna), y tampoco le encuentra el punto a la exposición de una melodía como “Vieni al tempio e ti consola”, que pide un refinamiento y un colorido muy particular, de auténtico belcantista. Meli da las notas y la cosa le queda apañada. Algo es algo.

Para el papel del padre de Giovanna (Giacomo) estaba previsto nuestro Carlos Alvarez, pero por desgracia una bronquitis a pocos días del ensayo general, lo han postergado de estas primeras funciones. En su lugar se ha colocado deprisa y corriendo a un tal Devid Cecconi, que bastante ha hecho con salir del paso. Cantante de nulo interés, con la voz en el cogote, timbre opaco, y escaso de luces y de imaginación a la hora de frasear. Su parte es muy donizettiana, caracterizada por esas típicas "cantilenas-trampa", que necesitan de un artista consumado para sacarles partido. En manos de un cantante vulgar como es este caso, esa melodías resultan planas, insulsas y de escaso relieve expresivo.

La labor del maestro Riccardo Chailly comenzó con algo de estruendo y de sonido pachanguero en la obertura, pero se fue asentando y reconcentrando a lo largo de la obra, hasta redondear una versión de muy buen nivel. Lejos de dejarse arrastrar por el característico vigor verdiano en cabalgadas y galopes efectistas, todo aparece medido en sus justos términos, sin por ello perder electricidad ni fuerza. El maestro, además, sabedor de que no todos los momentos de la partitura brillan a igual altura, trata de amortiguar las caídas por medio de puntuales juegos de tempo y dinámica en los acompañamientos más convencionales, o resaltando algún detalle peculiar de la orquestación (escena del barítono en el campo inglés). A destacar por ejemplo el estupendo relieve dramático que consigue dar al dúo padre-hija del último acto, sin perder por ello ni una pizca de cantabilidad. O el magnífico resultado del gran dúo soprano-tenor que cierra el primer acto, de gran riqueza expresiva y con un extraordinario dominio de la expansión melódica en la exposición de una frase tan gloriosa como es "É puro l’aere, limpido il ciel". Añadir también la magnífica labor de los coros de La Scala, que suelen mostrarse imbatible en este repertorio. Empaste, calidez, tersura, robustez, incisividad, acentuación... Una lección magistral de canto verdiano.

La puesta en escena, obra de la dupla francesa compuesta por Moshe Leiser y Patrice Caurier, peca de falta de respiro, al desarrollarse toda ella entre cuatro paredes, aunque éstas a veces se transparenten para que se pueda ver al coro, o bien se transformen en pantallas donde se proyectan algunos de los acontecimientos que rodean toda la trama. Sin embargo, la falta de espacios abiertos entra en flagrante contradicción en una obra como ésta, que ya desde la misma obertura establece su marco de acción: la naturaleza revuelta, la campiña serena y bucólica, y los campos de batalla. Aún así, se deja ver porque es variada y colorista, y contiene algunos buenos golpes de efecto.

¡Viva Giovanna y Viva Verdi!...

viernes, 27 de noviembre de 2015

Verdi AIDA (Warner Classics - 2015)

Un Pappano con mando en plaza

Anja Harteros (Aida)
Ekaterina Semenchuk (Amneris)
Jonas Kaufmann (Radames)
Ludovic Tezier (Amonasro)
Erwin Schrott (Ramfis)

Accademia Santa Cecilia
ANTONIO PAPPANO


Para conmemorar sus primeros diez años al frente de la Orquesta della Accademia Nazionale di Santa Cecilia de Roma, Antonio Pappano ha tirado la casa por la ventana y ha reunido un reparto all star para presentar uno de los títulos más atractivos y afamados del repertorio: Aida, de Giuseppe Verdi. La verdad es que la labor del maestro ítalo-británico al frente de la formación, se ha ido notando con el paso de los años, y esta grabación es una prueba muy evidente de las bondades de dicha orquesta.

Al igual que hicieran con el Guillaume Tell rossiniano, la versión fue presentada primero en versión de concierto y grabada al mismo tiempo para su posterior comercialización en disco compacto. Y aquí está ya esta Aida tan esperada. Es indudable que la sombra de Pappano se cierne en sentido positivo sobre todos los elementos que conforman esta versión (cantantes-estrellas incluídos), consiguiendo de todos ellos los mejores resultados. La gran virtud de la interpretación de Pappano es su capacidad para rescatar de la obra verdiana todo el sustrato belcantista y de refinamiento sonoro que la obra atesora, sin dejar por ello de realzar el vigor y la fuerza dramática de los momentos de mayor tensión escénica. Ya desde el mismo preludio, el detallismo y la fidelidad a los requerimientos de Verdi son manifiestos, con una atención minuciosa a dinámicas y articulaciones (obligando también a los cantantes a tener el máximo rigor en esos aspectos), así como la claridad de texturas y la transparencia sonora, incluso en los momentos más tumultuosos, aunque pueda achacársele alguna pesantez al final del segundo acto. A destacar también la variedad de tímbricas y de colores (magnífica las sonoridades ora dulces, ora fieras del dúo Aida/Amonasro del tercer acto, que definen a la perfección estados de ánimo y las mutuas dependencias de los personajes), o la intuición extraordinaria para acompañar el canto (un Celeste Aida vaporoso, y un final de la obra cargado de espiritualidad, por ejemplo). En conjunto, pues, una nueva muestra del grandísimo talento de uno de los mejores directores musicales de nuestros días.

Anja Harteros prosigue con esta Aida su itinerario verdiano, para entusiasmo de sus incondicionales (que al parecer son bastantes), pero para desdoro de su apreciable carrera en otros campos. La chica es modosita y apañadita, y en otros menesteres se las arregla para salir airosa con su voz nebulosa y frígida, pero los Dioses del Olimpo no la han llamado para transitar los campos de minas verdianos, porque a la voz le falta pegada, consistencia y enjundia, y porque a la artista le falla su perenne expresividad monjil, pacata y cursilona, más apropiada para la señorita Pepis que para una heroína verdiana. Dicho todo esto, hay que reconocer que esta Aida es, probablemente, su mejor labor en este terreno, sin duda debido al carácter sumiso y dulce del personaje, con una línea de canto más horizontal y sosegada que otros papeles ya abordados. Así, por ejemplo, en el dúo con Amneris hay alguna frase buena  (Tu sei felice, tu sei possente) donde la tesitura parece más llevadera y la voz adquiere mayor prestancia. Otro buen momento, de canto terso y sonidos vaporosos, es Lá tra foreste vergine, del dúo del tercer acto con Radames. También son apreciables los modales en la escena final, o en el bello ataque inicial de O patria mia, pero los defectos y las carencias apuntadas siempre están presentes aquí y allá. Desde las primeras frases, la voz parece deshilachada, sin sustancia, desvencijada. En Ritorna vincitor, apoyada por Pappano, consigue algunas frases de mérito, de canto etéreo, pero sin alma. No hay transmisión, todo suena demasiado académico y remilgado. El centro pierde fuelle y el grave está ahogado, sin capacidad para la expresión, con unos acentos pobres y desgarbados. A partir del Sol y el La agudo la voz se desmigaja más, se descompone, llenándose de aire y fibrosidades. Y los momentos de virtuosismo canoro ponen de manifiesto que la técnica no es sólida: el ascenso al Do5, en O patria mia, es dificultoso y no acaba de estar en su sitio. La smorzatura del La4 final de esa aria es buena en principio, pero el sostén no es correcto y la nota acaba por irse al limbo, al igual que ocurre con el Sib3 de fuggiam en el dúo del tercer acto con Radames, que Verdi pide dolce. Queda claro que el star-system crea ídolos con pies de barro.

Aceptable prestación en conjunto la de Ekaterina Semenchuk, una voz que suena fresca y con buena presencia, aunque como suele ocurrir con este tipo de cantantes, hay un exceso de oscurecimiento y de rebote en el pecho, abusando de vicios habituales como transformar la vocal “e” en una “a” para dar mayor robustez a los sonidos. Se muestra atentísima a las gradaciones dinámicas (se supone que bajo la influencia de Pappano, como se ha comentado) así como a la variedad del fraseo, con una línea seductora y voluptuosa como se advierte desde el recitativo inicial, sobre palabras claves como desideri… speranze.

En el bando masculino, destacar la muy buena labor de la otra mega-estrella del espectáculo: Jonas Kaufmann. Como ya hemos advertido por aquí, el tenor alemán es como un Guadiana musical que aparece y desaparece, que unas veces sí está y otras veces “ni está ni se le espera”, que un día da la de cal y otra la de arena, pero que, en definitiva, nunca deja indiferente al personal. En este caso, ha tocado cara, componiendo un Radames que casi se puede asegurar que no tiene rival en el panorama contemporáneo. Con su estilo heterodoxo (y a veces un tanto chapucero) compone un personaje perfectamente retratado en su dualidad de ardoroso caudillo e ingenuo enamorado. Para ello se vale de su habitual entusiasmo y entrega al servicio de una voz que hay que reconocer que cautiva por color y bruñidura, pero también por la pulcra atención al texto verdiano. En las primeras frases del Celeste Aida la voz suena acariciadora, envolvente, y los acentos reflejan a la perfección el embeleso de un hombre absolutamente enamorado. Además, se regodea en la faena y nos obsequia con un precioso engarce del final de la primera estrofa con el comienzo de la segunda, en la repetición de Celeste Aida, donde si hay toma de aire es casi imperceptible. Los Sib3 son buenos, y el último está cogido en piano y luego morendo, como prescribe Verdi. Magnífica versión, atentísimo (de nuevo la sombra de Pappano es alargada) a todas las indicaciones de la partitura. Resuelve de buena manera el Sib3 en dolce, de Il ciel de’ nostri amori, en el dúo con Aida del tercer acto. En cambio, es más feo (un falsete bastante desgarbado) poco después el Sol3 en pianísimo (una nota larga que hay que mantener durante un compás y medio) también sobre la frase de’ nostri amor. Más sofocado se le ve en el Ah, fuggiam da queste mura de ese mismo dúo. Es meritorio también el comienzo del último cuadro, con la voz muy recogida, no exactamente como pide el compositor, pero adecuado a la situación dramática. A partir de O terra addio, las delicuescencias canoras exigidas por Verdi dan el pego en la voz de Kaufmann, aunque los sonidos no son del todo ortodoxos, ya que falta algo más de apoyo y de consistencia.

La gran virtud de Ludovic Tezier como Amonasro es que presenta un rey etíope cantado, y no ladrado, como suele ser habitual. La clase de Pappano encuentra en el barítono francés un alumno obediente en lo que concierne a mesura y orden musical. Son buenos los intentos por cumplir las indicaciones de Verdi, de legato y sedosidad canora, en “Ma tu re, tu signore possente”. El problema ahí es que la zona de paso no está bien resuelta y la línea se resiente. También hay nivel, sin despendolamientos ni histerismos, en el dúo del tercer acto, bien contorneado, sin perder la compostura en ningún momento, y siguiendo con bastante esmero las indicaciones de Verdi, a través de un canto matizado, franco e incluso por momentos elegante. El Ramfis de Erwin Schrott es cumplidor, aunque la voz suena bastante gastada, sin la redondez de otros tiempos. La mala técnica va agotando incluso las voces más dotadas por la naturaleza.

Nos la vendían como la Aida del siglo (un siglo de sólo quince años, se entiende), y en ciertos aspectos casi que se puede dar por buena la aseveración, aunque convendría mirar a nuestro alrededor para rebajar los humos, porque es muy probable que, por desgracia, vivamos en el país de los ciegos.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Y llegó Roberto...

Roberto Devereux (Teatro Real, 25/ IX/ 2015)

Mariella Devia (Elisabetta)
Silvia Tro Santafé (Sara)
Gregory Kunde (Roberto)
Maro Caria (Nottingham)

Bruno Campanella (Dtor.Musical)
Alessandro Talevi (Dtor.Escena)


Desde la gran admiración que se le tiene a la señora Devia, hay que reconocer cuánta verdad había en aquella frase que dijo el famoso torero: “lo que no puede ser, no pueder ser, y además es imposible”. El papel de Elisabetta es endiablado y es casi imposible (a la vista de las intérpretes que lo han abordado y de las cuales tenemos constancia sonora) hacer honor a todas sus dificultades. Mariella Devia, con orígenes en el campo de las lírico-ligeras, ha conseguido algo más de robustez con el paso de los años y también aplicando su sabiduría técnica, pero aún así el papel le sobrepasa en muchos momentos. Si además la voz ya acusa, como es lógico, el paso de los años, el resultado es una interpretación que se resiente en bastantes aspectos.

Como se ha comentado, la señora Devia ha ido bajando el centro de gravedad de su voz en busca de una solidez y consistencia que le permitiera abordar este tipo de repertorio, que es muy exigente tanto en la zona central como en la grave, donde no sólo hay que rozar notas puntualmente, sino que hay que frasear y expresar con pegada y rotundidad. Como consecuencia de eso, la voz ha quedado partida en dos, con centros y graves con algo más de sustancia que antaño (aunque también con una cierta sensación de sonidos un poco abombados), y una zona medio-aguda que sigue manteniendo ese carácter metálico que tenía toda su voz originalmente, pero que ha perdido brillo, y suena un tanto áspero. Como es lógico, al bajar el centro de gravedad, el registro sobreagudo prácticamente ha desaparecido, y la cantante casi ya no se arriesga a concluir ningún fragmento con puntaturas hacia la estratosfera (en esta función no hubo sobreagudos en ninguno de sus momentos solistas).

Con todos estos inconvenientes, se nota que la señora Devia ha tenido que realizar un trabajo concienzudo y milimétrico (casi nota por nota) para conseguir las mejores sonoridades posibles y salir a flote con el máximo decoro. Sólo con un dominio técnico apabullante como el suyo se pueden asumir semejantes riesgos. Como es lógico, fueron los momentos de canto reposado y spianato donde la Devia alcanzó los mayores niveles, así por ejemplo el “Vivi ingrato” (y el recitativo que lo precede) fue exquisitamente expuesto, con un extraordinario dominio del aliento para lograr suspender los sonidos y crear ese canto evanescente y flotante que expresa de manera sublime el profundo abandono amoroso del personaje. También fueron de mérito el recitativo y el andante del dúo con el tenor del acto primero. No así el aria inicial (“L’amor suo mi fé beata”) que le coge con la voz fría y donde se hizo evidente una cierta pesadez para conseguir que la voz corriera con fluidez. Algo más suelta estuvo en la cabaletta ("Ah, ritorna qual ti spero"), bien variada además en la re-exposición. En el segundo acto, como era de esperar, se ve sobrepasada por una tesitura inclemente que obliga a un fraseo perentorio e incisivo justo en esas zonas comentadas donde la voz de la señora Devia está menos dotada. Como consecuencia de ello, el final de ese segundo acto, con la incandescente stretta, quedó totalmente desvaído porque la voz de la soprano apenas se podía intuir. Caso parecido al de la cabaletta final donde la rotundidad y la fiereza del acento son determinantes para otorgar toda la fuerza necesaria y el relieve que merece ese gran momento de drama musical. En definitiva, que queda un cierto regusto amargo por el inevitable paso del tiempo y porque ni siquiera las más grandes pueden redondear la faena con este diabólico personaje.

Al lado de Devia, otro “abuelito”, el sesentón Gregory Kunde, que parece estar viviendo una segunda juventud. La voz está gastada, el centro es mate y fibroso, los agudos han perdido brillantez, al cantante le falta soltura y flexibilidad para el desarrollo melódico (tampoco de fiato va sobrado), pero es un músico de cuerpo entero, que sabe transmitir emoción y sinceridad. Como se decía antiguamente en el mundo del teatro, es un artista que “traspasa la batería”. Aún con todas esas desventajas y fatigas por los largos años de carrera, hubo momentos para el recuerdo, muchos de ellos gracias también al absoluto dominio estilístico del cantante americano, que sabe, por ejemplo, otorgar efervescencia (con valor expresivo) al canto en la cabaletta del dúo con Elisabetta; o recoger la voz, con exquisito gusto en el andante del dúo con Sara, el cual concluye, además, con inusitada pasión amorosa en el momento de la despedida. En el aria, que era donde menos podía esperarse de él, estuvo emocionante y entregado, aunque falto de ligazón entre frases, por escasez de fuelle. Y la cabaletta tuvo vigor y dominio de las formas, con una segunda estrofa variada con mucha pertinencia. En los saludos finales, casi se puede decir que se llevó las mayores ovaciones de la noche, justa recompensa para un cantante que se hace querer por sus valores artísticos, y que cada día cuenta con mayor legión de admiradores, sobre todo en nuestro país.

El resto del reparto, de muy poco interés. La mezzo valenciana Silvia Tro Santafé gusta mucho al personal, pero a mí nunca me ha convencido. Se trata de una de esas voces graves prefabricadas, sin sustancia, completamente insípida, llena de sonidos entubados y de opacidades. Apenas canta en forte, aparece un vibrato descontrolado y exageradísimo, que es bastante insoportable, y los ascensos al agudo son estridentes y vocingleros. Además, el legato es de difícil logro puesto que cada sonido está en un sitio distinto. Dicho todo esto, también añadir que fue aclamadísima en las ovaciones finales. El barítono Marco Caria es un cantante del montón, sin mayor interés, pero hay que reconocer que los hay mucho peores. Estuvo apañado en el aria, y sin demasiadas ordinarieces veristas en el dúo. Flojos los comprimarios, Juan Antonio Sanabria (Lord Guglielmo) y Andrea Mastroni (Sir Gualtiero), ambos con voces empantanadas.

Un tanto decepcionante la labor de Bruno Campanella al mando de la orquesta. De un especialista en este repertorio como es él, era de esperar un mayor esmero y mejores conclusiones. En general fue una dirección plana y poco inspirada, con algunos detalles puntuales en el dúo final del primer acto (realce oportuno de clarinetes y trompas), en el aria de Nottingham (las amenazantes cuerdas graves), el acompañamiento del “Vivi ingrato” o el vigor del dúo conyugal, terminado con muy buen pulso rítmico en la cabaletta, y por supuesto la atención a los cantantes, con especial mimo a la señora Devia, pero el conjunto no acabó de cuajar ni de entusiasmar.

La puesta en escena, de Alessandro Talevi, y procedente de la Ópera de Gales, tiene ciertas resonancias góticas, y predominio arácnido, ya que parece asociar el personaje estelar de la Reina inglesa con una especia de “viuda negra” que somete a sus súbditos y aniquila a sus enemigos. Visualmente tiene cierta elegancia y algún que otro efecto bastante conseguido (sobre todo en la escena final), pero tampoco es para tirar cohetes.


miércoles, 23 de septiembre de 2015

Esperando a Roberto (III)

Discografía

Nápoles 1964 (Gencer, Rota, Bondino, Cappuccilli) (Dtor: Rossi)


Estas representaciones napolitanas supusieron la recuperación escénica (en versión de concierto ya se había ofrecido en Bérgamo, ocho años antes, en 1956) de la obra en el siglo XX, tras estar desaparecida de los escenarios desde finales del XIX. Para la ocasión se contó con una de las más grandes divas belcantistas de las últimas décadas: Leyla Gencer, una cantante cuya voz en principio no parecía la más adecuada para este tipo de repertorio, que pide lo que antiguamente se conocía como una drammatica d’agilitá, es decir una soprano de centro ancho y robusto, con buena consistencia en el grave, y capacidad también para fulgurantes ascensos al agudo, además de incisividad en el fraseo y perfecto control de la coloratura di forza, uno de los elementos primordiales para la definición dramática de este tipo de personajes. En definitiva, un auténtico portento vocal casi imposible de encontrar. Gencer, con una voz en origen bastante liviana, supo ir conformando su instrumento para afrontar con las mejores garantías todos esos retos, y consiguió en una proporción muy alta salir vencedora en la mayoría de los mencionados desafíos vocales, ayudada sobre todo por un infalible instinto musical y dramático.

En estas funciones, nada más salir, Gencer ya marca su terreno: el acento es autoritario, poderoso; el color vocal, recio, y la voz carnosa, robusta, ancha, con pulpa. La volata sobre la palabra “vendetta”, es certera en el acento, aunque las notas no están bien perfiladas y quedan algo borrosas. En el  aria de presentación (“L’amor suo mi fe beata”), la reina deja paso a la mujer, y el color de la voz se vuelve más inocente, más terso, más candoroso. El rápido ascenso en fusas al Sib4 de “un ben maggior” se le atraviesa y queda tirante. En la frase “Ah, se fui tradita”, la voz vuelve a adquirir unos acentos amenazantes, y es precioso el engarce ligadísimo, y el cambio de color entre “piú mio non é” y “le delizie della vita”, aunque luego se escaquea de los trinos prescritos sobre esa misma frase. En la cabaletta es magnífico el acento, la ansiedad del personaje, sin embargo en el aspecto vocal hay carencias, como las agilidades, que quedan siempre borrosas, aunque la intención es la adecuada, y los ascensos al agudo (Si4 y Do5, éste sólo rozado) que quedan tirantes.

Todo el segundo acto le permite dar rienda suelta a su llameante personalidad. El retrato de la reina despechada es magnífico, perfectamente retratado en frases como “dal tremendo ottavo enrico”, con salto interválico de dos octavas (Sib4 a Sib2), sin embargo a veces se acelera demasiado en los descensos al grave, abriendo mucho los sonidos y afondando exageradamente en el pecho. Da la sensación de que se trata de un efecto buscado, porque cuando canta de manera normal las notas graves tienen muy buena pastosidad, pero que, en todo caso, afea el canto porque le da un regusto verista que no viene a cuento. En el aria final, comentar en principio, como curiosidad, que cambia el texto, y dice “Vivi, o crudo”, en lugar de “Vivi, ingrato”. Y poco después, justo al revés. En el aspecto expresivo, se muestra lacerante en “ah, m’abbandona”, y realiza una preciosa smorzatura en “sospirar”. El instinto extraordinario de la Gencer queda reflejado de manera soberana en la estupenda expresividad, buscada por Donizetti, que la cantante otorga a la siguiente repetición de “m’abbandona”, cuando va alargando y alargando la vocal “o”, consiguiendo de esta forma remarcar, en una especie de metáfora sonora, la sensación de abandono. Y precioso es también el final, en pianissimo, sobre la palabra “sospirar”, un nuevo ejemplo de instinto artístico para fusionar texto y música. En la cabaletta, y en algunas frase del recitativo anterior a ésta (“Tu perversa soltanto lo spingesti nell’avello”) el acento es iracundo y casi sanguinario, de enorme poderío y anchura, aunque, eso sí, con algunos “bajonazos” estilísticos que se pueden sobrellevar sin empañar el nivel global. Las agilidades vuelven, por lo general, a estar borrosas, pero sin duda y en conjunto, sobre todo por el retrato desesperado e incandescente del personaje, estamos ante una interpretación de referencia.

En el papel de la rival de la Reina, encontramos a Anna Maria Rota. Comienza con nivel en su romanza, bien ligada, de expresiva línea, y con buen descenso al grave, redondo, consistente. Canta con mucha clase, expresando muy bien el aspecto doliente y sufridor del personaje. Los ascensos al agudo son un poco destemplados, pero no estropean la buena prestación. De hecho, la cantante, consciente de que su fuerte no es el registro agudo, en los momentos opcionales decide siempre evitarlos (en el dúo con su marido hay varios Sib4 y Si4 optativos que descarta). En cambio, los Sib4 obligados (hacia el final de la cabaletta hay varios y sostenidos en el tiempo) los da, pero destemplados y bastante hirientes. Una interpretación a tener en cuenta la de Rota, en un papel que, aunque a simple vista pueda parecer sencillo, es bastante complicado de cantar, y donde son contadas las cantantes que consiguen salir airosas.

El sector masculino viene encabezado por el tenor Ruggero Bondino, que es el garbanzo negro de la función, ya que la voz está completamente descolocada. El paso es un suplicio. En torno al Fa3 y al Sol3 comienza el tsunami, con unos sonidos que parecen estar siempre a punto del gallo. Cuando alcanza el La3, la cosa empieza a estabilizarse algo. Para su desgracia,  toda su parte en el dúo con Elisabetta bordea continuamente esa zona y ahí pierde por completo la compostura. En la cabaletta poco a poco se va desquiciando hasta el naufragio total: los intentos por cantar a media voz se convierten en una caricatura, y al final ya no da pie con bola, descuadrándose por completo, absolutamente perdido, y sin saber por dónde vienen los tiros. No se puede negar que en algunos momentos intenta matizar y acariciar algunos sonidos, pero es incapaz de conseguirlo por la clamorosa falta de recursos técnicos. El desbarajuste llega hasta detalles curiosos como que haga en piano la frase que antecede a su aria (“Tu svenar mi dei”), cuando Donizetti la pide justamente al revés, en forte. La cabaletta de su aria ("Bagnato il sen di lagrime"), de tesitura de nuevo peliaguda, se convierte en otro festival de despropósitos: vuelve a desafinar, a descuadrarse con el tempo y a quedarse otra vez perdido en medio de la nada, pasando a la octava baja algunas notas en un intento desesperado por capear el temporal. Un completo desastre.

Por último, agradable sorpresa la de un juvenil Piero Cappuccilli en un repertorio tan poco habitual en su carrera. La voz es preciosa, redonda, turgente, fresca. Una maravilla. Aunque en su recitativo de presentación hay alguna frase muy meritoria (“né consorte lieto mi volle”), falta algo más de variedad y de matices. Muy ligada la primera parte del aria, con muy buenos acentos, y algún que otro sonido abierto, pero en conjunto una sentida interpretación. Luego, la cosa decae algo. En “Su lui non piombi”, se lía con el texto en la frase “quest’uno chiedo”, y tampoco acaba de cubrir con rigor la zona de paso, que queda desgarbada, lo cual también se hace evidente en el dúo con Sara, donde los ascensos al agudo (Fa3) quedan feos y mates, aparte de que aparecen los inevitables acentos veristas en el fraseo.


Irregular la dirección de Mario Rossi, que comienza con una obertura bien planteada y equilibrada, a un tempo bastante moderado, sin las típicas cabalgadas. En el recitativo de entrada de Nottingham marca muy bien los acentos de la orquesta, entre amenazantes e inquietantes (Donizetti marca rinforzando y accellerando), de la frase de Roberto, desde “Ah lascia che il destino compia” hasta “felice oblia”. En cambio, le falta vuelo lírico en el dúo de amor,  aunque sabe respirar con los cantantes. Al segundo acto no acaba de pillarle el punto. Tempos demasiado cansinos, faltos de tensión y de vigor. En conjunto, es una interpretación cuidada en el aspecto expositivo (transparencia  apreciable dentro de las condiciones de la orquesta y de la grabación; pulcritud sonora, equilibrio…), pero falta de vida y de emoción en el aspecto expresivo, con poca variedad de colores y de delicadeza en los acompañamientos, y de incisividad en la narración. El aspecto estilístico está bastante dejado, como era de suponer, aunque en el lado positivo, y soprendentemente para lo que era común en aquellos años, la partitura se interpreta casi completa, salvo algún corte puntual de frases cadenciales, y la segunda estrofa de la cabaletta del tenor.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Esperando a Roberto (II)

Génesis y estructura de la obra

Roberto Devereux se estrenó en el Teatro San Carlo, de Nápoles, el 28 de octubre de 1837, con un reparto de nivel en el que participaban Giuseppina Ronzi de Begnis (Elisabetta), Giovanni Basadonna (Roberto), Paul Barroilhet (Nottingham) y la debutante Almerinda Granchi como Sara. No fue una composición fácil para Donizetti la de esta obra, más bien todo lo contrario, y no por la obra en sí, sino por las circunstancias personales que acompañaron el proceso de creación. Aparte de una terrible epidemia de cólera que asoló Nápoles (y buena parte de la península itálica) durante aquellas fechas, Donizetti vio morir en el transcurso de poco más de dos meses a su esposa, Virginia, y a un hijo neonato que apenas vivió unos días. A ello habría que añadir que el compositor había perdido también a sus padres el año anterior. La desolación de Donizetti tras todas aquellas desgracias era devastadora y sólo encontraba alivio a sus penas, precisamente, en el trabajo. Tras el estreno, confesaba a un amigo en una carta que "aún en medio del dolor de sentirme solo en este mundo, consigo algo de consuelo en el arte". Y fue el propio compositor quien denominó a su Roberto (obra por la que siempre tuvo un gran aprecio), como “la ópera de las emociones” por la cantidad de recuerdos y sentimientos que despertaba en él.

Giuseppina Ronzi de Begnis
Es indudable que esa atmósfera trágica y lúgubre que acompañó la composición de la obra se refleja perfectamente en su música, convirtiéndose además en una de sus señas de identidad, junto a la concisión y a la rotunda sobriedad en la exposición de las pasiones. No hay un instante de digresión ni de respiro a lo largo de la obra. Desde el inicio (con la íntima tristeza de Sara que expone en su cavatina) hasta el final, con la catarsis emotiva de la soberana inglesa, se hace evidente la enmarañada atmósfera que rodea a los personajes, que por momentos se hace agobiante e irrespirable. Hay quien ha hablado de sensación de claustrofobia, que se ve además incrementada por el hecho de que toda la acción ocurre en espacios cerrados. Los cuatros personajes protagonistas no son dueños de sus respectivos destinos, sino que se ven baqueteados por circunstancias que no pueden dominar (ni siquiera la Reina, con todo su poder y con  toda su majestad), y que surgen precisamente de las complejas interrelaciones (algunas casuales) que se producen entre ellos cuatro.

Buena parte del mérito de la obra hay que dárselo también al excelente libreto de Salvatore Cammarano, habitual colaborador de Donizetti, quien lo tenía en gran estima, que fue elogiado desde el mismo día del estreno, ocurriendo un hecho muy poco habitual, y es que, en esa noche de triunfo que supuso la primera representación napolitana, el libretista fue llamado a saludar junto al compositor y los cantantes, circunstancia absolutamente excepcional. Siguiendo las directrices marcadas por Donizetti, Cammarano sintetizó de manera admirable los acontecimientos y las emociones de los personajes, a los cuales además supo caracterizar con concreción pero con eficacia. Quizás el personaje más pasivo sea precisamente el que da título a la obra, Roberto (que es el único además que no cuenta con un aria de presentación, hecho extraño para un tenor protagonista), quien apenas tiene iniciativa, sino que más bien recibe sobre sí mismo las acciones y los comportamientos de los demás. Los otros tres transmiten siempre una sensación de verdad en sus vivencias y sentimientos. Sara, con su congoja interior entre la fidelidad conyugal, su amor por Roberto y su ansiedad ante el futuro; Nottingham, en su nobleza de sentimientos hacia su esposa y amigo (en esto recuerda mucho al posterior Renato, de Ballo in Maschera), y su lealtad ante su reina, circunstancias todas que se verán resquebrajadas con el sucederse de los acontecimientos. Y finalmente la gran protagonista de la obra, y uno de los grandes papeles sopraniles del belcanto romántico, la reina Elisabetta, un volcán en erupción, un torbellino de sentimientos encontrados, que no es capaz de dominar ni de sofocar, ni como mujer ni como reina. Sin duda un papel de extraordinaria complejidad dramática y vocal (Ashbrook lo sitúa al mismo nivel de grandeza que Norma) que necesita de una intérprete superior y de una inmensa vocalista. Una lástima que Maria Callas nunca se acercara a este personaje donde no hace falta aventurarse demasiado para asegurar que podría haber hecho también historia.

Roberto Devereux estaba pensada en un principio en dos actos, pero luego se dividió en tres. Por ello el primer acto concluye con un dúo de amor (como en Lucia di Lammermoor) y el segundo acto que hoy conocemos era en realidad el primigenio Finale Primo. Aunque en una apreciación rápida la obra puede parecer chapada a la antigua y no tan experimental en cuanto a estructuras como algunos otros títulos de la misma época (L’Assedio di Calais, sin ir más lejos, estrenada también en Nápoles el año anterior), a poco que uno se fija, se puede apreciar cómo Donizetti realiza interesantes deformaciones estructurales en busca de una mayor brevedad y eficacia dramática. Así, por ejemplo, y aunque todos los números (salvo la cavatina de Sara) tienen su cabaletta correspondiente, en éstas cada personaje canta una melodía diferente (y no se limitan a repetir la misma música, como era de rigor en la época), circunstancia a través de la cual el autor remarca los diferentes sentimientos que van separando a cada uno de ellos. De igual forma, el compositor juega con fines dramáticos con las fórmulas estructurales en el dúo soprano/barítono del tercer acto, de tal manera que en la repetición de la cabaletta, sólo sea Nottinghman quien expone su melodía, acallando a su esposa, con lo cual se tiene la sensación de que quien gana en el conflicto es el marido vengador ante una esposa que ha perdido definitivamente la partida.
Salvatore Cammarano
Otro elemento fundamental de la obra es el ritmo vertiginoso de los acontecimientos y la sensación de progresión continua, de impulso hacia adelante siempre, de tensión constante. Incluso en los momentos más calmos (como pudiera ser el dúo Sara/Roberto) la sensación es de urgencia, de inestabilidad, de ansiedad creciente. La cabaletta de este dúo es, de nuevo, un ejemplo perfecto del uso de una fórmula establecida (tempo rápido al final de un número cerrado) para transmitir un efecto de tensión dramática (la fórmula, e incluso la melodía, recuerdan mucho a un momento parecido en el dúo Gilda/Duca del primer acto de Rigoletto). También Donizetti, tanto en este dúo, como en el del tercer acto entre Sara y Nottingham, establece ya los modelos claros de lo que luego sería el canto de conversación, que el propio compositor trabajaría con asiduidad. En el dúo conyugal incluso es más la sensación que se produce en el oyente que la propia estructura, puesto que en realidad cada personaje canta su parte por separado, en una especie de declamado imperioso más que una melodía propiamente dicha, mientras que la orquesta expone un tema de apariencia galante, pero cargado de incisividad, y es ese conjunto de elementos lo que va conformando una dialéctica de reproches y enfrentamiento más figurada que real.

En ese sentido de progresión constante y de tensión acumulada es paradigmático el segundo acto, que constituye en sí mismo un auténtico monumento musical. Como señala también William Ashbrook, “en el segundo acto de Roberto Devereux se realiza, de manera muy italiana, el ideal wagneriano del drama musical”. Las estructuras formales pierden sus límites y ceden el testigo al sucederse de los acontecimientos y a la evolución interior de los personajes. La atmósfera se va espesando y se va cargando de voltaje hasta hacerse irrespirable, y finalmente estalla en esa stretta final donde se desbordan todas las pasiones y donde empieza a vislumbrarse el abismo al que se precipitan sin remedio los cuatro protagonistas.

En definitiva, Roberto Devereux es un gran paso adelante en esa búsqueda de la verdad y de la concisión dramática en el que tanto empeño puso Donizetti a lo largo de su vida artística, y en el que fue marcando una vereda por la que luego transitaría el mismísimo Verdi, preocupado también por esa verosimilitud y esa brevedad en la concepción del melodrama. La obra fue un éxito, como se ha comentado ya, desde su primera noche, y tuvo una brillante carrera por el resto de Italia y del mundo, aunque, como le ocurrió a todo este repertorio, fue desapareciendo de los escenarios con el transcurso del siglo XIX y la consiguiente eclosión del drama wagneriano, el Verdi maduro y el verismo. Su última representación decimonónica se sitúa en Pavía, en 1882. Desde entonces y hasta 1956 (en que fue ofrecida en Bérgamo, en versión de concierto) la obra durmió el sueño de los justos. Su recuperación escénica en el siglo XX tuvo lugar en 1964, en el mismo teatro San Carlo napolitano donde había sido estrenada, con Leyla Gencer de protagonista (hay grabación, que se analizará próximamente), y a partir de entonces, si no se puede decir que sea un título de repertorio, sí al menos se puede concluir que no es ya una rareza.

Giovanni Battista Rubini
Para su estreno en París, en 1838, en el Thetre-Italien, Donizetti realizó algunos cambios en la partitura. Como se comentó en la primera parte de estos escritos dedicados al Devereux, la cavatina de salida de Sara fue arreglada para una voz más grave, en tonalidad menor y con diferencias melódicas. También hubo cambios en la cabaletta del dúo entre Elisabetta y Roberto. En la versión original de Nápoles, ambos personajes cantaban la misma melodía (uso habitual, como se ha comentado, en la época), pero en París, Donizetti adjudicó al tenor una nueva melodía, en un claro intento dramático por hacer ver que las circunstancias de Roberto son diferentes a las de Elisabetta, y esa versión parisina es la que hoy conocemos porque es la que habitualmente se canta. Sin embargo, los dos cambios más importantes fueron la obertura y una nueva aria para Rubini (tenor encargado del estreno en París) para ser incluída en la escena de la prisión, en lugar de "Come uno spirto angelico". Por desgracia, no hay grabación de esta aria porque ningún tenor actual (tan escasos de fantasía) se arriesga a incluirla en ninguna representación de la obra. Tampoco OPERA RARA tuvo el detalle de ofrecerla, aunque fuera como apéndice, en su grabación completa de la obra, y ni siquiera a Juan Diego Flórez (que pierde el tiempo grabando cancioncillas italianas mil veces oídas) se le ha ocurrido desempolvarla. La obertura, por contra, sí ha pasado a formar parte de la obra de manera habitual, incluso suele ser ofrecida como pieza suelta en conciertos y recitales. No cabe duda de que es de gran efecto por su brillantez y por la llamativa inclusión del "God save the queen" (el famoso himno británico), aunque hay que reconocer que se distancia bastante del espíritu y de la atmósfera taciturna y compacta que caracterizan a la obra en su conjunto. Aquí se puede disfrutar:


Roberto Devereux (Obertura escrita para el estreno en París)

martes, 15 de septiembre de 2015

Jonas Kaufmann (The Puccini album) (SONY - 2015)

Ingeniería alemana: una de cal y otra de arena

Nuevo y esperadísimo disco de la “megaestrella” tenoril del presente: Jonas Kaufmann. Si hace unos pocos años, y coincidiendo con el centenario verdiano, el tenor había dedicado un disco exclusivo al compositor de Busetto, ahora hace lo mismo con el otro operista italiano, ídolo del gran público: Giacomo Puccini. Una grabación que, además, ha tenido su punto de polémica servido por las luchas comerciales entre las grandes multinacionales discográficas. El señor Kaufmann es artista exclusivo de SONY (compañía que edita el disco) pero perteneció en el pasado a DECCA, y ésta ha aprovechado hace unas semanas para sacar una recopilación de las grabaciones puccinianas del tenor que tenía en sus archivos. Una pillería, que el propio Kaufmann, a través de las redes sociales, ha tratado de remediar, pidiendo a sus admiradores que no cayeran en la trampa de comprar el “frankenstein” de DECCA sino la novísima y exclusiva grabación de SONY.

Como siempre ocurre con el tenor alemán, en el disco hay de todo: bueno, malo y regular. La arbitrariedad técnica del cantante, con unos rudimentos no del todo bien asentados ni asimilados, dan la sensación al oyente de que los resultados tienen casi siempre algo de aleatorio y de azaroso. Tampoco ayuda la agenda archi-repleta del tenor, quien, siguiendo la estela dominguiana, se ve condicionado por múltiples circunstancias a la hora de presentarse ante el público: unas veces la voz refulge de manera insultante, otras suena sofocada y fatigada, y las menos el cantante aparece ausente y neutro. Afortunadamente, esto último sucede en contadas situaciones, puesto que uno de los puntos fuertes de Kaufmann es la fantasía como intérprete y su entrega apasionada que, en muchos casos, suplen (e incluso hacen olvidar) las precariedades técnicas.

Este disco es un nuevo ejemplo de ese estilo deslavazado de canto, que parece carecer de unas coordenadas fijas que permitan una regularidad y una coherencia en la resolución de los problemas. Ni siquiera la sala de grabación, que se supone que es un lugar que hace posible una mayor serenidad y concentración a la hora de cantar, sirven al tenor para resolver sus dudas. Vayamos a lo concreto: la zona de paso, que casi nunca está ortodoxamente cubierta y solucionada, a veces parece resonar con cierta compostura, pero en otros los sonidos dejan mucho que desear, como ocurre en las subidas por grados hasta el Sib3 del dúo de Manon Lescaut, llenas de tiranteces y tensiones, en frases como “Tu non sai le giornate che buie”, o también “piú non posso lottar”. Algo parecido sucede con los sonidos feos, abiertos y temblones del Fa3 de “sempre la stessa” en el aria “Ah, Manon mi tradisce”, o el Fa#3 (una nota larga de duración) en la frase “sempre sognar”, al principio de “O soave fanciulla”.

Semejantes desigualdades resolutivas se pueden observar en los ascensos al agudo. A lo largo del disco se escuchan notas timbradísimas, “squillantes” y llenas de expansión (bueno el La3 de “nessun strappar” en “Non, pazzo son”;  los varios Sib3 del aria de Le Villi; aceptable el Si3 de “Nessun dorma”), junto a otras desgarbadas, sucias y de escasa pegada, como el Si3 del final de “Non, pazzo son” sobre la interjección “ah”, emitido abierto, y de forma muy poco depurada. El aria de Madama Butterfly es un ejemplo perfecto que recoge en menos de dos minutos esa desigualdad de criterio y esa sensación de arbitrariedad técnica sobre una misma nota, en este caso el Lab3. Comienza con un precioso ataque de toda la primera frase (sonidos redondos, mórbidos, muy bien ligados) que culmina con un Lab3 estupendo, cálido y lleno de mordiente en “d’amor”. Tiene un pase el siguiente ataque en “tuo squallor”, ya que es una nota que hay que dar de refilón, sin mantenerla. Aceptable, pero menos conseguido el penúltimo Lab3, de nuevo sobre “squallor”, y definitivamente feo y sucio el último sobre la exclamación “ah”. Como en botica, hay de todo y por su orden.

Algunos fragmentos del disco ofrecidos por SONY

En el aspecto expresivo sucede algo parecido con la indefinición a la hora de optar por el vulgar falsete o por recoger los sonidos de manera adecuada y consistente. En el aria de Edgar, el ataque de “O soave vision”, que Puccini pide piano, Kaufmann lo ataca en falsete, aceptable y musical, pero falsete al fin y al cabo. Y no acaba de encontrarle el punto a todas la primeras frases que pierden consistencia por la falta de sonidos apoyados y canónicos. Caso parecido, y en el que vuelve a quedarse el oyente un poco con la miel en los labios, sucede en el aria “Or son sei mesi”, de La fanciulla del West. En la frase “ma un giorno v’ho incontrata”, que ataca a media voz, sería deseable un sonido mejor compuesto y asentado, pero no cabe duda de que la frase tiene calidez y emoción. En cambio, Kaufmann suele ser bastante atento con los reguladores, como demuestra en una frase estupenda ("Minnie, della mia vita mio solo fiore") del aria “Ch’ella mi creda” , dicha con un fraseo ondulante (como prescribe Puccini) que otorga gran sentimiento al canto. Aún así, lo mejor aparece en el aria de Le Villi, uno de los fragmentos más logrados de todo el disco. La frase inicial ("Ecco la casa... Dio, che orrenda notte!") que Puccini marca “a piacere”, demuestra la fantasía interpretativa de Kaufmann. La primera frase está dicha con voz sofocada y misteriosa, en la palabra “Dio” apiana con buen estilo, y resuelve la frase en mezzoforte de manera muy expresiva. Intenta ser mórbido (y por momentos lo consigue) sobre la difícil tesitura de “Torna ai felici di”, y sobre todo en “fioria per me l’amor”, donde incluye una bella smorzatura.

A destacar también en el lado positivo de Kaufmann, la buena dosificación del fiato que le permite hacer honor a las amplias frases puccinianas, de gran aliento y expansión melódica. Junto al aria de Le Villi ya comentada, el otro gran momento del disco es el “Non piangere, Liú”, de Turandot. Desde el principio, es precioso todo el ataque de las primeras frases a través de un sonido sedoso y perfumadísimo (extraordinario en este sentido la enorme ayuda que le proporciona el exquisito acompañamiento de Pappano) rematado con un ritardando (pedido por Puccini) y recogiendo la voz, con mucha musicalidad, en “dolce mia fanciulla”. La tesitura de la página, en una zona cómoda y central, la aprovecha de maravillas Kaufmann para desplegar toda la belleza y carnosidad de su instrumento, que en toda esa franja tiene un atractivo irresistible.

Making of del disco

Menos interesante es el “Nessun dorma”, que para ser el aria que da título al disco quizás cabía esperar una interpretación algo más elaborada. Queda una versión correcta pero sin especial gancho. Tampoco se encuentra entre lo más conseguido el dúo de Boheme, por falta de luminosidad y frescura en el timbre, que el cantante no se molesta en variar para darle unas sonoridades más afectuosas y juveniles. No se entiende el ataque de la primera frase con un sonido tan recio y cupo, ni por lógica del momento dramático ni porque Puccini pide piano y dolcissimo. Y definitivamente prescindible el aria de Gianni Schicchi, donde Kaufmann está muy incómodo por falta de flexibilidad, cintura y gracia para sortear la espinosa tesitura.


En un par de dúos (Boheme y Manon Lescaut) acompaña al tenor alemán, la soprano letona Kristine Opolais, que ofrece un concurso de muy escaso interés. Voz hueca y abombada en centro y graves, y deshilachada y gritona por el sector agudo. Por contra, extraordinaria la labor de Antonio Pappano al mando de su orquesta y coro romanos de Santa Cecilia. Bellísimas las sonoridades, las atmósferas y los acompañamientos que dispensa al cantante. De nivelazo el envoltorio que ofrece en el aria de Le Villi, la estupenda introducción al aria de Edgar, la voluptuosidad orquestal en Manon Lescaut, y sobre todo, el entorno mágico y flotante con que envuelve el “Non piangere Liú”, la gran joya del disco.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Esperando a Roberto (I)

Antecedentes madrileños y curiosidades

El próximo día 22 de septiembre se levanta el telón de la temporada 2015-2016 del Teatro Real, la primera (se supone) elaborada casi íntegramente por obra y gracia del señor Matabosch. El título elegido debería de constituir todo un acontecimiento: Roberto Devereux, de Donizetti. Una de las obras maestras fundamentales del compositor de Bérgamo, pero que en Madrid apenas se ha podido escuchar, y mucho menos ver. Como la ocasión lo merece, vamos a detenernos un poco en la obra durante las próximas semanas, hasta la llegada del esperado comienzo de la temporada.

Por si fueran pocos los alicientes que presenta la obra, el reparto elegido es, a priori, de los más solventes, tal y como anda el mundo canoro. En el primer reparto, Mariella Devia, la diva indiscutible desde hace ya unas décadas del repertorio belcantista, y a su lado Gregory Kunde, un cantante, a día de hoy, todo-terreno, pero cuya base y sostén ha sido siempre el belcanto. Es probable que sus acercamientos a repertorios más pesados puedan pasarle factura a la hora de hacer frente a este tipo de canto que pide la máxima flexibilidad y ligereza para contornear y delinear las melodías, pero al menos conoce el estilo y sabe cantar. En el segundo reparto, se alternarán Maria Pia Piscitelli e Ismael Jordi, una pareja que puede deparar sorpresas agradables, más por parte de él que de ella, todo sea dicho. Y en el resto de protagonistas, Tro y Simeoni (como Sara), y Kwiecien y Ódena (como Nottingham), todos ellos, al menos, cantantes solventes. También lo es la batuta principal (hay otras funciones dirigidas por Andriy Yurkevich) de Bruno Campanella, un director, en general, de magnífica trayectoria en repertorio belcantista (yo sigo guardando en el recuerdo sus soberbios Capuletos, de Ginebra, a principio de los noventa, con Gasdia y Dupuy, versión de absoluta referencia en lo que hace a ese gran título belliniano). Veremos lo que da de sí todo ello, y por aquí comentaremos las mejores jugadas.

Pero hagamos historia de la relación del Devereux con Madrid. Hasta estas venideras funciones, y aunque pueda parecer asombroso, la obra sólo ha visitado la capital de España en tres ocasiones anteriores. La más reciente, hace sólo dos años y medio (en marzo de 2013, en concreto) en el mismo Teatro Real, pero en versión de concierto, con un reparto encabezado por la señora Gruberova junto a Bros, Ganassi y Stoyanov. Unas funciones que sólo fueron aptas para incondicionales de la diva eslovaca. Y antes de esa ocasión, unas representaciones en el Teatro de la Zarzuela (dentro del VII Festival operístico organizado por los Amigos de la Ópera de Madrid) en abril de 1970, de nuevo con un reparto organizado en torno a una gran diva, en este caso Montserrat Caballé, circundada por su esposo, Bernabé Martí, Vicente Sardinero e Isabel Rivas, como Sara. Y desde ahí, tendríamos ya que saltar un siglo atrás, hasta la temporada 1859-1860 del viejo Teatro Real, para asistir al estreno de la obra en Madrid, concretamente el 5 de marzo de 1860, con una pareja (también lo eran en la vida real) de ensueño: Giulia Grisi y el tenor Mario de Candia. Completaban el cuarteto protagonista, la también soprano Delfina Calderón y el barítono Davide Squarcia.

Ésa de 1859-1860 fue la temporada del debut en el Real de la pareja Grisi-Mario, aunque con desigual suerte. Al parecer, la soprano se encontraba ya en una evidente decadencia, y el público de la época, que era poco dado a los eufemismos, se lo hizo saber con claridad. La pareja se encargó de inaugurar la temporada con Norma, y el escándalo en contra de Grisi fue mayúsculo. El crítico musical Carmena y Millán, en su libro Crónica de la ópera italiana en Madrid, lo cuenta así: “La Grissi [sic], eminente artista que por primera vez se presentaba al público de Madrid ya en el ocaso de su brillante carrera, en una ópera tan fuerte y de tanto trabajo como NORMA, no pudo salir airosa a pesar de su gran talento, y desde muy al principio fue objeto de inconsideradas manifestaciones de desagrado que duraron tanto como la representación. Preciso es confesar que en el estado de facultades de la señora Grissi [sic], fue una temeridad el abordar la protagonista de la obra inmortal de Bellini”. A lo largo de la temporada cantaría tres títulos más: Lucrezia Borgia, Ugonotti y el Devereux que nos atañe. En las dos últimas consiguió salir a flote, pero en la Borgia también naufragó considerablemente. El balance no fue nada satisfactorio, y de hecho la Grisi no volvió nunca más a cantar en el Real. Todo lo contrario que su pareja, el aristocrático tenor (pertenecía a una familia de la nobleza italiana) Mario de Candia, quien triunfó de manera apoteósica en todos los títulos que cantó (Trovatore, Barbiere, Ugonotti y Rigoletto, además de Roberto Devereux), enamorando por completo al público del Real, donde volvería en sucesivas temporadas, convirtiéndose en uno de los ídolos de la afición madrileña.

Apuntar como curiosidad en torno a estas diversas funciones históricas de Roberto Devereux, que sus pocas apariciones sobre los escenarios madrileños tampoco han sido recibidas por grandes alborozos en lo que a sus calidades musicales se refiere. Ya en el momento de su estreno en el Real, la obra no gustó demasiado (de ahí probablemente que no volviera a ser representada) y se consideró de un nivel inferior a otros títulos donizettianos. Tampoco en su reposición en 1970 se prodigaron a la obra muchos elogios. En concreto, Antonio Fernández-Cid (un tipo siempre curioso en sus apreciaciones) en su crítica de la representación (ABC, 18-IV-1970), comentaba que la elección del título sólo valía la pena por escuchar a Montserrat Caballé, porque “Roberto Devereux no compensa, como otras óperas, con la fuerza de su melodismo, con el atractivo de sus temas y la grandeza de algunos períodos, todo el fárrago, el desinterés global de unos pentagramas fruto del oficio, que no del arte”. Esperemos que esta tercera vez en que la obra va a ser representada, sea por fin la vencida.

Como aperitivo musical de estos comentarios, vamos a proponer algunas curiosidades. Ya habrá tiempo de escuchar lo más habitual. Por ejemplo, vamos a hacer mención al origen del libreto de Salvatore Cammarano, quien se basó para la ocasión en una ópera anterior de Felice Romani, titulada Il Conte di Essex, a la que había puesto música Saverio Mercadante, y que había sido estrenada en La Scala, en 1833. Como curiosidad comparativa, se propone el aria de la Duquesa de Nottingham en el acto tercero, “Ciel, perdona un cor spezzato”, que el personaje canta justo antes de que venga su esposo a pedirle cuentas, cuando es consciente del dilema en el que se encuentra, ya que, a través del anillo que tiene en su poder, puede salvar la vida de su amado Leicester, pero a costa de poner en evidencia su traición conyugal. Canta Montserrat Caballé, ya en horas muy bajas, en una grabación tomada durante un recital en el Liceo, en el año 2004.

Aria de la ópera de Mercadante Il conte di Essex


Y aquí otra rareza: un aria para el personaje de Nottingham, pero en francés. No están claras las fuentes, pero parece ser que debió haber una versión de la obra en la lengua de Moliere, para la cual Donizetti añadió un aria nueva (se supone que para ser cantada al comienzo del tercer acto) para Paul Barroilhet, barítono francés muy apreciado por el compositor y que había estrenado la obra en Nápoles. Existe una partitura de la obra, publicada en París en torno a 1841 que contiene, como apéndice, esta cavatina titulada “Je t’aime encore”. Consta de una introducción orquestal, un recitativo y una romanza larghetto. No tiene cabaletta. Fue cantada por primera vez por Barroilhet en una producción en el Grand Theatre de Lyon. Lo que se puede escuchar en el siguiente corte no es exactamente esta aria sino una re-composición del fragmento, elaborada por el musicólogo Will Crutchfield para ser incorporada a otra obra de Donizetti, titulada Elizabeth ou la fille de l’exilé. Para no liar el asunto, porque la historia sería larga, resumo: la música es la de la cavatina francesa del Devereux, pero el texto es otro. Para lo que nos interesa, que es escuchar la música de esa aria desconocida del Devereux francés, nos vale pefectamente.

 Aria para Barroilhet, de la versión francesa de Roberto Devereux 


Y para finalizar, otra rareza... ma non troppo. Se trata del aria de salida de Sara, al principio de la obra, en la revisión que hizo Donizetti para las representaciones en el Theatre-Italien, de París, en 1838, un año después del estreno napolitano. Para la ocasión, Donizetti contó para el personaje de Sara con una contralto (Emma Albertazzi), en lugar de la soprano (o mezzo aguda) que lo había estrenado en Nápoles (Almerinda Granchi). El compositor aprovechó la ocasión para cambiar el aria a una tonalidad más grave y en modo menor, otorgando así al personaje en ese momento una expresividad más lacerante y lastimera. Se ofrece la versión de Margreta Elkins, tomada de un recital de rarezas donizettianas grabadas para Opera Rara.

Versión para contralto del aria de Sara

viernes, 28 de agosto de 2015

Maria di Rohan (Bérgamo 2011) (DVD - Bongiovanni)

Luchando contra los elementos


Majella Cullagh (Maria)
Salvatore Cordella (Chalais)
Marco di Felice (Chevreuse)

Gregory Kunde (Dirección musical)
Roberto Recchia (Dirección de escena)


Maria di Rohan (Viena, 1843) es uno de los títulos más interesantes del último período creativo donizettiano, porque refleja a la perfección dos de las características primordiales del músico de Bérgamo: su capacidad de amoldarse a todo tipo de público y de corrientes, y su insaciable curiosidad (al contrario de lo que muchos ignorantes suelen propagar) por experimentar nuevas fórmulas que abrirían no pocas de las puertas por las que posteriormente transitaría el mismísimo Verdi. En el primer aspecto, la obra cuenta con dos versiones bastante diferentes:  la original del estreno vienés, de gran concisión dramática y con una concepción casi espartana (para lo que eran los patrones de la época) de la vocalidad y del virtuosismo; y la posterior realizada para París, un público de gustos más frívolos, donde las bridas dramáticas parecen relajarse un poco y se ofrece mayor ocasión al esparcimiento canoro, entre otras cosas convirtiendo el personaje de Gondi (tenor comprimario en Viena) en un papel travestido, para lucimiento de la afamada contralto Marietta Brambilla. Sin duda, esta versión parisina tiene su interés, pero no deja de resultar algo inflada y con números de relleno que poco añaden a la sustancia dramática, más bien lo contrario, hacen perder intensidad y tensión al infortunio político y sentimental que rodea a los tres protagonistas (soprano, tenor y barítono) de la obra.

La versión original de Viena, en cambio, es un modelo estupendo para mostrar el interés creciente de Donizetti por experimentar nuevas fórmulas y por ir rompiendo las convenciones y las estructuras que encorsetaban el discurso musical dentro de la ópera italiana. El acto primero es el más tradicional, puesto que contiene tres arias de presentación, una para cada uno de los protagonistas, y un concertante final, pero los otros dos actos son extraordinarios por la capacidad del compositor para diluir las cesuras entre números, de tal manera que sea el devenir dramático el que vaya conduciendo las formas musicales, y no al revés, como era habitual en la escena italiana. El acto tercero, en concreto, es un prodigio de drama musical en miniatura, que va creciendo y acumulando tensión e intensidad hasta hacerse irrespirable y claustrofóbico. El germen de la verdad dramática verdiana está ya ahí en plena ebullición.

El festival que la ciudad natal del compositor, Bérgamo, dedica cada año (con más voluntarismo que elocuencia, todo sea dicho) a su ilustre hijo, decidió en 2011 montar unas funciones de Maria di Rohan, eligiendo para la ocasión la versión de Viena, pero con algunas impurezas. Se añadieron algunos fragmentos de la versión de París, como un larghetto en medio del dúo soprano-tenor del segundo acto, y lo que es más grave, la cabaletta de Maria que sigue a su preghiera del último acto. El problema de este añadido, aparte de que rompe la sobriedad y la tensión de ese último acto, es que está compuesta sobre la misma base melódica que la cabaletta que canta el tenor al principio del segundo acto. Donizetti, lógicamente, cuando añadió la nueva cabaletta para la soprano en París, eliminó la del tenor, pero en estas funciones de Bérgamo se han ofrecido las dos, lo cual constituye un completo absurdo y un disparate musical.



Una consideración también sobre la edición comercial que presenta Bongiovanni: absolutamente impresentable la toma de sonido, con un estéreo (se supone, aunque más bien parece mono) cochambroso, con los cantantes en primerísimo plano, y el coro, y sobre todo la orquesta perdida en el limbo, sin apenas presencia, y quedando reducida a un murmullo lejano. Es incomprensible (y rondando la estafa) que se pueda poner a la venta un producto de tan ínfima calidad. Un lunar muy negro en el quehacer de Bongiovanni, que no deberían descuidar, si no quieren manchar su buena labor en la divulgación y recuperación de estupendos títulos operísticos que, sin ellos, seguirían durmiendo el sueño de los justos.

El triángulo protagonista estuvo compuesto por Majella Cullagh, Salvatore Cordella (éste sustituyendo en el último momento a Shalva Mukeria) y Marco di Felice, un plantel lleno de altibajos. La soprano irlandesa Majella Cullagh, muy asociada a la benemérita casa de discos inglesa Opera Rara, y por tanto buena conocedora del estilo, decepciona bastante. Queda claro desde el primer momento que su voz no es la adecuada para el papel, cuya vocalidad le sobrepasa por completo, lo que obliga a la cantante a forzar el instrumento, apareciendo vibrato, estridencias y destemplanzas. El canto es poco natural (tampoco ayuda el oscurecer las vocales), los acentos muy esforzados, y las intenciones dramáticas carecen de grandeza y de distinción, quedando reducidas más bien a poses y arquetipos. Es verdad que a medida que va avanzando la función, la cantante se va asentando algo más (el último acto es más plausible) y que en el canto recogido encuentra sus mejores momentos, pero el conjunto no acaba de llegar ni siquiera al aprobado.

El tenor italiano Salvatore Cordella es el elemento más flojo del reparto. En pañales técnicamente y con la voz, por tanto, fuera de sitio por completo. La base del canto, que es el control y el sostenimiento del aire, parece un arcano desconocido para él. La dosificación del fiato es arbitraria y sin sentido, y la pelea continua con la afinación, un sufrimiento, sobre todo para el oyente. La voz posee un vibrato tirando a caprino (muy probablemente debido a la mencionada ausencia de un concienzudo control del aire), y se despelleja por completo cuando se acerca al paso y al primer agudo (tremenda la frase segnato il termine, en su dúo del segundo acto con la soprano). En semejantes circunstancias, no cabe hablar de interpretación o de fraseo (que, obviamente, es pedestre y escolástico, salvo algún detallito), puesto que el cantante bastante tiene con llegar vivito y coleando al final de la función.

Un poco más interesante la labor del barítono Marco di Felice, en el papel del marido y amigo traicionado (como el Renato, de Ballo in Maschera). La voz es sonora y el cantante es competente, aunque monocorde y escaso de fantasía, en un papel que pide justamente ser un gran dominador del fraseo, de los colores y de los matices, para perfilar el carácter poliédrico del personaje, que va de la ironía (dúo con el tenor en el segundo acto) al sarcasmo (resolución del conflicto sentimental), pasando por lo sibilino del político que es, la lealtad del amigo, o del hombre enamorado que cree vivir un matrimonio feliz. Di Felice pasa el expediente, pero sin clase para un papel baritonal que fue piedra de toque para los más grandes del pasado histórico, con Battistini en cabeza. Tampoco en lo puramente vocal todo está en su sitio, puesto que abundan los sonidos abiertos, y la zona de paso no está bien resuelta, como pone de manifiesto la incómoda cabaletta, Sí, ma fra poco di sangue un rio, donde pasa bastantes apuros.

La dirección de orquesta cuenta con la sorpresa de ver en esos menesteres a un tenor en activo como Gregory Kunde, en lo que, salvo error u omisión, debe ser su debut como director de foso. Por desgracia, y dada la pésima toma de sonido antes comentada, apenas se puede valorar su labor. Se intuye un trabajo fluido y eficaz, sobre todo en la atención a los cantantes, pero sin demasiada impronta personal, y bastante falto de carácter a la hora de concentrar la tensión y las atmósferas dramáticas. Todo parece estar en su sitio, pero bastante aséptico.




La puesta en escena de Roberto Recchia opta por una mezcla entre el realismo y lo conceptual. Lo primero a través de un vestuario y unos espacios fieles a la época en que se desarrolla la acción, y lo segundo, por medio de una escenografía caótica y desequilibada, rematada por un agujero negro en medio del escenario, y también a través de un juego de luces colorista (que va cambiando según las circunstancias de la trama) que parecen evocar el conflicto y las situaciones dramáticas que abocan a los personajes hacia el abismo. Hay momentos de gran plasticidad, pero lo que no acaba de funcionar es la dirección de actores y el movimiento escénico, que resultan torpes y acartonados. Hay una sensación general de frialdad, de impostura, de cartón piedra, en el peor sentido de la expresión. O quizás todo se deba a una falta de ensayos y de rodaje. En fin, una pena que la falta de nivel interpretativo, las premuras de tiempo y la pésima edición presentada por Bongiovanni, tergiversen la calidad de una obra, que merece muchísimo más para hacerle verdadero honor.

jueves, 30 de julio de 2015

El  Reclinatorio


Giannina Arangi-Lombardi  en  Aida ("O patria mia")



Giannina Arangi-Lombardi (Nápoles, 1891/ Milán, 1951) pertenece a esa raza de cantantes que siempre se tiene la sensación de que cantan desde el mismísimo Olimpo, dada la mayestática elegancia de la línea, la señorial pulcritud de un fraseo áulico y etéreo, y la magnificencia de unos sonidos que parecen esculpidos en mármol. Por la época en la que le tocó vivir, con el empuje del canto verista en su máximo esplendor, su arte parece fuera de sitio, como de otra época, y quizás por ello, aunque abordó papeles de su tiempo, también puso los ojos en el redescubrimiento de viejos títulos operísticos (Vestale, Lucrezia Borgia, Favorita, I Lombardi) donde parecía sentirse más a gusto. El repertorio de Verdi también conformó gran parte de su dedicación, sin duda por la mucha herencia belcantista que el arte verdiano contiene. Aquí la podemos escuchar en el aria del tercer acto de Aida (O patria mia), uno de esos momentos de remanso lírico, siempre habituales en toda obra verdiana, que exige un canto exquisito y mesurado, pero donde no se desdeñan, antes al contrario, los alardes virtuosísticos que, aparte de a una intérprete expresiva, llaman también a la vocalista más experimentada. Aunque Arangi-Lombardi pudo tener fama de fría, sobre todo si se le compara con el estilo desmelenado que le circundaba, en realidad fue un fiel exponente de la expresividad conducida siempre a través del canto y conforme a las más legítimas reglas musicales. Este fragmento es un ejemplo perfecto de ese estilo hecho a base de líneas puras y ondulantes pero cargadas de sustancia y de contenido.



Aunque Arangi-Lombardi, por fortuna, dejó grabada completa la obra de Verdi (para la casa HMV de Milán, en 1928), la versión que escuchamos aquí es una grabación individual del fragmento, realizado para la casa Columbia, en 1926. Lamentar que sólo grabara la segunda estrofa, la que comienza con las palabras O fresche valli, aunque nos podemos consolar pensando que así su arte aparece más concentrado. El ataque de la primera nota (Fa4), aunque no es limpio del todo, puesto que hay un ligero portamento, llama la atención por el rinforzando que la cantante hace en dicha nota, que aporta una inteligente sensación de quejido. En la siguiente frase (patria mia, mai piú, mai piú ti vedró) que Verdi marca a piacere, Arangi-Lombardi vuelve a hacer uso de elementos siempre musicales (en este caso un juego dinámico forte/piano y un ligero rallentando) para transmitir la tristeza que embarga al personaje, que añora la patria lejana a la cual intuye que no va a regresar jamás. A partir de ahí el canto es ligadísimo, las notas de adorno que Verdi esparce aquí y alla están engarzadas expresivamente a la melodía, y la articulación es fidelísima a lo que pide Verdi, marcando las notas pero sin perder ligazón (O fresche valli o queto asil; Or che d’amore il sogno é dileguato). Poco antes, atiende con exquisitez el dolcissimo sobre la palabra beato. En la siguiente frase (O patria mia non ti vedró mai piú) Arangi acentúa con mucha intención el vocablo mai, que adquiere así un mayor tono lastimero. Más adelante, en otra repetición de mai piu se encarama de manera impresionante al Do5. No lo hace exactamente como pide Verdi, pero aún así sobrecoge cómo ataca en piano y lo va reduciendo hasta el filado casi impalpable, sin perder en ningún caso ni vibración ni consistencia, para concluir rizando el rizo con un rinforzando que lleva la nota hasta el forte para terminar resolviendo en mezzoforte (1:54). Un último alarde posterior en el nuevo ataque de O patria mia, esta vez casi perfecto, con otro regulador dinámico desde el piano hasta el forte. Y para rematar la faena, prodigiosa también la smorzatura final sobre el La4, tal cual pide Verdi.

¡Al reclinatorio!...