martes, 26 de mayo de 2015

Rossini GUILLAUME TELL (Munich 2014)

Michael Volle (Guillaume)
Marina Rebeka (Mathilde)
Bryan Hymel (Arnold)

Dan Ettinger (Dtor)

Estuve viendo hace poco el Guillaume Tell muniqués del año pasado, que creo que esta temporada en el Festival de Julio se vuelve a repetir, y quería comentarlo porque me ha llamado mucho la atención la buenísima dirección orquestal de Dan Ettinger, un tipo que había oído nombrar pero al que no tenía yo controlado. Lo apunto a partir de ahora en la “lista blanca”. Su dirección es lo mejor de esta función por variedad de colores y de atmósferas (estupendas las introducciones del acto segundo y del cuarto, o el sugerente tono misterioso que adquiere toda la escena de la conspiración), por la calidad de un fraseo extraordinariamente expresivo donde adquieren nuevos valores hasta acordes que muchas veces pasan desapercibidos (parece ser que Ettinger empezó como barítono, de ahí quizás la capacidad para cantar y para otorgar mayor realce al significado de la palabra), y también por el magnífico sentido del ritmo (fundamental en Rossini) y de la tensión tanto a nivel general de la obra como dentro de las estructuras internas de cada número. Hasta ahí todo bien, pero como en esta vida nunca la dicha es completa, en su debe hay que apuntar la tremenda carnicería que se ha hecho con la partitura, recortada por todos lados. Incalificable el destrozo en uno de los momentos cumbres de la partitura: la escena de los conspirados. Los tres grupos de conspiradores, con sus respectivos motivos musicales, quedan reducidos a uno sólo. Que Rossini lo perdone porque yo no puedo. 



Como guinda del desaguisado, e intuyo que a petición del raro de turno, o sea el director escénico, la Obertura no se interpreta al inicio (originalidad a toda costa, claro, y está muy visto que una obertura vaya al principio) sino que va justo después del intermedio, que a su vez no se produce al final de ningún acto, sino al terminar el aria de Guillaume “Sois immobile”. Justo antes de lanzar la flecha, fundido a negro, y… “visite nuestro bar”. Tras el receso, entonces sí, se interpreta la obertura, pero (para mayor escarnio musical) por razones tonales es necesario repetir los últimos compases orquestales del final del aria para poder enlazar con el subsiguiente concertante. En fin, un auténtico despropósito musical, dramático y escénico. Pase que los directores escénicos sean los reyes del mambo, pero los responsables musicales deberían de poner un límite, si tienen un mínimo de personalidad.

El reparto es disfrutable. Bryan Hymel canta Arnold con una emisión irregular, donde hay sonidos bien colocados y otros fuera de sitio. Empieza despistado en el dúo con el barítono, pero va mejorando a lo largo de la función hasta conseguir una aceptable versión de su escena solista. Es un cantante musical y de entusiasmo contagioso, pero me gustaría escucharlo en directo para sacar conclusiones más precisas.



Marina Rebeka es una buena Mathilde, uno de sus personajes fetiches, y que le pude escuchar hace un par de años en Amsterdam. Allí estuvo bien, pero yo creo que aquí está mejor, con una magnífica versión de “Sombre foret”, donde no desaprovecha el exquisito soporte orquestal que le proporciona Ettinger. Un pelín por debajo en su aria del tercer acto porque no acaba de dar con el punto justo de la coloratura “di forza”. Lo peor del reparto es el Tell de Michael Volle, que parece un energúmeno vocal. Volle es un cantante de cierto interés en otros repertorios, pero aquí está más perdido que las maracas de Machín.


La puesta en escena, como suele ser habitual, embarulla más que aclara. Está conformada por una escenografía a base de un montón de cilindros que adquieren mil posturas en vertical, horizontal, diagonal y también en perifrástica pasiva. Las hay peores.

viernes, 22 de mayo de 2015


Una nueva Semiramide rossiniana en vídeo



Ya iba siendo hora de que apareciera en el mercado videográfco una nueva grabación de Semiramide. Si mi memoria no me falla, sólo se contaba con la versión del MET de los años noventa, con un reparto difícilmente superable, pero siempre viene bien tener dónde elegir.

Como era de esperar, esta nueva grabación no le llega ni a la suela del zapato a la antigua, aunque hay algunas cosas interesantes. El reparto está completamente desequilibrado en favor de las chicas. La parte masculina, por desgracia, es un absoluto horror. El tenor MacPherson es la reencarnación de “Topo Gigio”, y su primera aria, la perfecta caricatura de un tenor rossiniano: la voz en el cogote, moviendo la cabeza arriba y abajo (a punto de descoyuntarse) siguiendo la retahíla de notas como un autómata, y lanzando agudos desaforados, unas veces fijos y otras calantes. El Assur de Josef Wagner no le va a la zaga. Voz dura como una piedra, emitida desde las profundidades del averno, y que en resumidas cuentas debe cantar como un tercio de su partitura, dada la cantidad de notas que se va dejando por el camino.

Ante semejante jauría, la pareja femenina supone un bálsamo para los oídos. Tanto Papatanasiou (Semiramide) como Hallenberg (Arsace) se ven sobrepasadas por sus respectivas partes, pero al menos saben cantar. Las dos tienen el mismo problema: falta anchura y pujanza en el centro y en el grave, más evidente aún en el caso de Hallenberg (del centro hacia abajo la voz es completamente sorda) que se ahoga por momentos cuando hay que frasear con autoridad en esas zonas, al igual que cuando la coloratura incide, como ocurre con mucha frecuencia, en toda esa gama. De hecho, y de manera muy inteligente, cuando hace variaciones tira siempre hacia arriba, donde su voz refulge con mucho más poderío. Alarmante en su caso (sobre todo en este repertorio) el poco recorrido de su fiato, con continuas tomas de aire que rompen la línea y el legato, como queda muy de manifiesto en el andante de su escena solista en el acto segundo. A su favor, en cambio, la fantasía y la variedad en la expresión, la musicalidad, el trazo delicado, y la inteligencia para dar con el punto justo de esa efervescencia tan típicamente rossiniana.




Papatanasiou las da todas, no se arredra ante las dificultades (que son muchas), y en conjunto consigue una protagonista bastante apañada. Da la sensación de que la emisión es bastante sana, con especial brillo y pegada en la zona aguda. En los momentos de mayor conflictividad virtuosística, opta, con la ayuda del maestro, por la prudencia y por dosificar las fuerzas, pero en ningún caso por aliviarse. Un pelín decepcionante, por su parte, la dirección de Zedda. Hay nivel por supuesto, y la orquesta, que en general no es gran cosa, suena bastante bien, pero debe ser que ni lo que veía ni lo que escuchaba sobre el escenario le inspiraban demasiado, porque sobrevuela desde el principio una cierta sensación de rutina.

La puesta en escena es tipo “paja mental”. Hay de todo y casi nada bueno. El único momento atractivo es precisamente cuando el director escénico se está quieto, y se deja llevar por la música, como ocurre en el dúo materno-filial del segundo acto. Con esa música sublime, para qué más… Y mención aparte para el vestuario. Cada uno es hijo de su padre y de su madre: el coro parece un remedo de Boris Karloff en La momia; Semiramide, de elegante traje de noche; Arsace, de una especie de samurai; Idreno y Oroe, de chaqueta y corbata; Azema, del ama de llaves de “Rebeca”; y con el pobre Assur se debió de acabar el presupuesto, porque le han endilgado un jerseicillo (naranja, para más inri) y unos pantalones cutres, muy años setenta, aparte de calva postiza y gafotas de Mortadelo. Un adefesio, el pobre.

Donizetti LUCIA DI LAMMERMOOR (Munich 2015)

Diana Damrau (Lucia)
Pavol Breslik (Edgardo)
Dalibor Jenis (Enrico)

Dtor: Kirill Petrenko



Para mí el interés de esta función venía dado por la batuta de Kirill Petrenko, porque del reparto ya sabía que no se podían esperar grandes virtudes. Resulta sorprendente ver el acercamiento a la obra de un director tan alejado de este repertorio, pero siendo director musical de la ópera bávara, está claro que se trata de una decisión plenamente consciente y personal. Es curiosa la atracción que esta partitura ha ejercido sobre algunas grandes batutas, como Karajan, Abbado, Fricsay o Gergiev, y ahora Petrenko.


La labor del director ruso ha supuesto un felicísimo acontecimiento. Ha sabido extraer de la partitura esa tinta tan particular que la envuelve, desbordante de resonancias góticas y espectrales, con esa carga de ensoñación e irrealidad, y con ese perfume nocturno y misterioso. Ya desde la introducción, llena de espesor y densidad, se marca la pauta de la obra. Parte de un sonido compacto, pero límpido, transparante, de extraordinario cuidado en los detalles, pero sin perder el vigor y la energía (espectacular la entrada de Edgardo y el concertante del segundo acto). Magnífica la construcción interna de cada número, jugando con las dinámicas sutilmente para construir la progresión dramática y concertando cada elemento para que nada pierda protagonismo (estupendo en ese sentido el sexteto). Por si fuera poco, exhibe una gran cantabilidad en la exposición de las melodías (precioso el ataque de Tu che a Dio), y sabe acompañar el canto creando el tejido orquestal justo y elocuente para cada situación ambiental (las tinieblas y el halo recóndito de Regnava nel silenzio; la grandeza reconcentrada con connotaciones fúnebres del aria de Egardo; o la impresionante aparición de Lucia con la glassharmonica, y todo el recitativo, con un sonido sobrenatural y alucinado de sorprendente modernidad).





El trabajo de deconstrucción de la partitura, que se interpreta completísima, llega hasta graduar tensiones y matices en momentos tan triviales como el aria del bajo, o el recitativo (que se suprime practicamente siempre) que sigue a la escena de la locura, y que aquí adquiere un valor insospechado. Hay una tendencia por los tempos marcadamente lentos (sobre todo en los andantes de Lucia), que además de no perder pulso ni sustancia, sirven para acrecentar la sensación de irrealidad en la mente de la protagonista. De alabar también el mimo con que trata a los cantantes, a los que ayuda y sostiene, sabedor de que no cuenta con unos portentos vocales sobre la escena.

Para llevar a cabo esta labor cuenta con unos medios fabulosos como son la orquesta y el coro muniqués. La primera es un lujazo, de sonido sedoso y morbidísimo en la cuerda, y cálido y robusto en los vientos, con alguna mínima pifia en las trompas, pero ya sabemos que eso pasa hasta en las mejores familias. Y el coro está sensacional a lo largo de toda la función, empastadísimo y muy flexible con las indicaciones de Petrenko (sensacional en ese sentido la ductilidad para las dinámicas ondulantes en la escena con el bajo del tercer acto). 

En definitiva, que es reconfortante ver tratada así, en su justa y auténtica dimensión, una partitura tantas veces maltratada. Viendo la dedicación, el trato exquisito, e incluso el amor que Petrenko le otorga a esta partitura, tiene toda la pinta que, detrás de su decisión de abordar esta obra tan alejada de su repertorio habitual, hay elementos sentimentales y personales. Si hubiera tenido a disposición un reparto en condiciones, estaríamos hablando de una versión de referencia.





Pero, por desgracia, el reparto es poca cosa. Jenis es una voz sin sustancia, de tenor corto, que oscurece todas las vocales para parecer lo que no es. Breslik intenta matizar y dar cierta expresión, pero con esa voz de chichinabo es imposible salir airoso en un papel como éste. La voz carece de toda enjundia y a partir del paso se desgañita. Cualquier nota por encima de un Fa es un suplicio, y no digamos si hay que mantener los sonidos y frasear, como ocurre en la escena de la muerte. Por momentos, uno piensa que quien está en el trance mortal es el tenor y no el personaje.

En cuanto a Damrau, la voz cada vez suena más fibrosa, y no sé quién la ha engañado y le ha hecho creer que tiene un don único para la expresión trágica. Su tendencia al canto espasmódico y enfático empieza a resultar cargante, desquiciando la línea de canto con gemidos, jadeos e inflexiones histéricas. Si se dedicara exclusivamente a cantar, todos saldríamos ganando. Siguen sin querer enterarse de que en este repertorio toda la expresión está en el canto y en todas las posibilidades dramáticas que éste ofrece cuando se tiene talento, técnica y verdadera fantasía musical. Tampoco ayuda nada verla en imágenes porque como actriz es nula, poseída constantemente por una especie de “baile de San Vito”, que esta producción ademas tiende a acentuar.

Por último, la escena es la enésima nadería. Y eso que el inicio es prometedor y parece que le van a contar al espectador algo interesante, pero enseguida todo se desinfla en el habitual cutrerío, mobiliario y escenografía destartalada, cuerpos a tierra, desparrame general, y eso sí, todos bien resguardados en interior, por si llueve. Las ruinas fantasmales, los bosques nocturnos, los viejos cementerios y la naturaleza desbocada, mejor lo dejamos para otro día, que eso del Romanticismo es un poco coñazo, y a ver si se nos va a pegar algo...