Luchando contra los elementos
Majella Cullagh (Maria)
Salvatore Cordella (Chalais)
Marco di Felice (Chevreuse)
Gregory Kunde (Dirección musical)
Roberto Recchia (Dirección de escena)
Maria di Rohan (Viena, 1843) es
uno de los títulos más interesantes del último período creativo donizettiano, porque refleja a la perfección dos de las características primordiales del
músico de Bérgamo: su capacidad de amoldarse a todo tipo de público y de
corrientes, y su insaciable curiosidad (al contrario de lo que muchos ignorantes
suelen propagar) por experimentar nuevas fórmulas que abrirían no pocas de las
puertas por las que posteriormente transitaría el mismísimo Verdi. En el primer
aspecto, la obra cuenta con dos versiones bastante diferentes: la original del estreno vienés, de gran
concisión dramática y con una concepción casi espartana (para lo que eran los patrones
de la época) de la vocalidad y del virtuosismo; y la posterior realizada para
París, un público de gustos más frívolos, donde las bridas dramáticas parecen
relajarse un poco y se ofrece mayor ocasión al esparcimiento canoro, entre
otras cosas convirtiendo el personaje de Gondi (tenor comprimario en Viena) en
un papel travestido, para lucimiento de la afamada contralto Marietta
Brambilla. Sin duda, esta versión parisina tiene su interés, pero no deja de
resultar algo inflada y con números de relleno que poco añaden a la sustancia
dramática, más bien lo contrario, hacen perder intensidad y tensión al
infortunio político y sentimental que rodea a los tres protagonistas (soprano,
tenor y barítono) de la obra.
La versión original de Viena, en
cambio, es un modelo estupendo para mostrar el interés creciente de Donizetti
por experimentar nuevas fórmulas y por ir rompiendo las convenciones y las
estructuras que encorsetaban el discurso musical dentro de la ópera italiana.
El acto primero es el más tradicional, puesto que contiene tres arias de
presentación, una para cada uno de los protagonistas, y un concertante final,
pero los otros dos actos son extraordinarios por la capacidad del compositor
para diluir las cesuras entre números, de tal manera que sea el devenir
dramático el que vaya conduciendo las formas musicales, y no al revés, como era
habitual en la escena italiana. El acto tercero, en concreto, es un prodigio de
drama musical en miniatura, que va creciendo y acumulando tensión e intensidad
hasta hacerse irrespirable y claustrofóbico. El germen de la verdad dramática
verdiana está ya ahí en plena ebullición.
El festival que la ciudad natal
del compositor, Bérgamo, dedica cada año (con más voluntarismo que elocuencia,
todo sea dicho) a su ilustre hijo, decidió en 2011 montar unas funciones de
Maria di Rohan, eligiendo para la ocasión la versión de Viena, pero con algunas impurezas. Se añadieron algunos fragmentos de la versión de París, como un
larghetto en medio del dúo soprano-tenor del segundo acto, y lo que es más
grave, la cabaletta de Maria que sigue a su preghiera del último acto. El
problema de este añadido, aparte de que rompe la sobriedad y la tensión de ese último acto,
es que está compuesta sobre la misma base melódica que la cabaletta que canta el
tenor al principio del segundo acto. Donizetti, lógicamente, cuando añadió la
nueva cabaletta para la soprano en París, eliminó la del tenor, pero en estas
funciones de Bérgamo se han ofrecido las dos, lo cual constituye un completo
absurdo y un disparate musical.
Una consideración también sobre
la edición comercial que presenta Bongiovanni: absolutamente impresentable la
toma de sonido, con un estéreo (se supone, aunque más bien parece mono) cochambroso,
con los cantantes en primerísimo plano, y el coro, y sobre todo la orquesta
perdida en el limbo, sin apenas presencia, y quedando reducida a un murmullo
lejano. Es incomprensible (y rondando la estafa) que se pueda poner a la
venta un producto de tan ínfima calidad. Un lunar muy negro en el quehacer de Bongiovanni, que
no deberían descuidar, si no quieren manchar su buena labor en la divulgación y
recuperación de estupendos títulos operísticos que, sin ellos, seguirían
durmiendo el sueño de los justos.
El triángulo protagonista estuvo
compuesto por Majella Cullagh, Salvatore Cordella (éste sustituyendo en el
último momento a Shalva Mukeria) y Marco di Felice, un plantel lleno de altibajos. La soprano irlandesa Majella Cullagh, muy asociada a la
benemérita casa de discos inglesa Opera Rara, y por tanto buena conocedora del
estilo, decepciona bastante. Queda claro desde el primer momento que su voz no
es la adecuada para el papel, cuya vocalidad le sobrepasa por completo, lo que
obliga a la cantante a forzar el instrumento, apareciendo vibrato, estridencias
y destemplanzas. El canto es poco natural (tampoco ayuda el oscurecer las
vocales), los acentos muy esforzados, y las intenciones dramáticas carecen de
grandeza y de distinción, quedando reducidas más bien a poses y arquetipos. Es
verdad que a medida que va avanzando la función, la cantante se va asentando
algo más (el último acto es más plausible) y que en el canto recogido encuentra
sus mejores momentos, pero el conjunto no acaba de llegar ni siquiera al
aprobado.
El tenor italiano Salvatore
Cordella es el elemento más flojo del reparto. En pañales técnicamente y con la
voz, por tanto, fuera de sitio por completo. La base del canto, que es el
control y el sostenimiento del aire, parece un arcano desconocido para él. La
dosificación del fiato es arbitraria y sin sentido, y la pelea continua con la
afinación, un sufrimiento, sobre todo para el oyente. La voz posee un vibrato
tirando a caprino (muy probablemente debido a la mencionada ausencia de un
concienzudo control del aire), y se despelleja por completo cuando se acerca al
paso y al primer agudo (tremenda la frase segnato il termine, en su dúo del
segundo acto con la soprano). En semejantes circunstancias, no cabe hablar de
interpretación o de fraseo (que, obviamente, es pedestre y escolástico, salvo
algún detallito), puesto que el cantante bastante tiene con llegar vivito y
coleando al final de la función.
Un poco más interesante la labor
del barítono Marco di Felice, en el papel del marido y amigo traicionado (como
el Renato, de Ballo in Maschera). La voz es sonora y el cantante es competente,
aunque monocorde y escaso de fantasía, en un papel que pide justamente ser un
gran dominador del fraseo, de los colores y de los matices, para perfilar el
carácter poliédrico del personaje, que va de la ironía (dúo con el tenor en el
segundo acto) al sarcasmo (resolución del conflicto sentimental), pasando por
lo sibilino del político que es, la lealtad del amigo, o del hombre enamorado
que cree vivir un matrimonio feliz. Di Felice pasa el expediente, pero sin
clase para un papel baritonal que fue piedra de toque para los más grandes del
pasado histórico, con Battistini en cabeza. Tampoco en lo puramente vocal todo está en su
sitio, puesto que abundan los sonidos abiertos, y la zona de paso no está bien
resuelta, como pone de manifiesto la incómoda cabaletta, Sí, ma fra poco di
sangue un rio, donde pasa bastantes apuros.
La dirección de orquesta cuenta
con la sorpresa de ver en esos menesteres a un tenor en activo como Gregory
Kunde, en lo que, salvo error u omisión, debe ser su debut como director de foso. Por desgracia, y dada la pésima
toma de sonido antes comentada, apenas se puede valorar su labor. Se intuye un
trabajo fluido y eficaz, sobre todo en la atención a los cantantes, pero sin demasiada
impronta personal, y bastante falto de carácter a la hora de concentrar la tensión y las atmósferas dramáticas. Todo parece estar en su sitio, pero bastante aséptico.
La puesta en escena de Roberto Recchia
opta por una mezcla entre el realismo y lo conceptual. Lo primero a través de un vestuario y unos
espacios fieles a la época en que se desarrolla la acción, y lo segundo, por
medio de una escenografía caótica y desequilibada, rematada por un agujero
negro en medio del escenario, y también a través de un juego de luces colorista
(que va cambiando según las circunstancias de la trama) que parecen evocar el
conflicto y las situaciones dramáticas que abocan a los personajes hacia el
abismo. Hay momentos de gran plasticidad, pero lo que no acaba de funcionar es
la dirección de actores y el movimiento escénico, que resultan torpes y
acartonados. Hay una sensación general de frialdad, de impostura, de cartón
piedra, en el peor sentido de la expresión. O quizás todo se deba a una falta
de ensayos y de rodaje. En fin, una pena que la falta de nivel interpretativo,
las premuras de tiempo y la pésima edición presentada por Bongiovanni,
tergiversen la calidad de una obra, que merece muchísimo más para hacerle
verdadero honor.