En esta extraña (y por momentos
surrealista) temporada del Teatro de la Zarzuela, en la cual ha habido casi de
todo menos zarzuela (si obviamos la propuesta, a principios de temporada, de
Los diamantes de la corona, pero que era una mera reposición), por fin parece que le
ha llegado el turno al género que da nombre al teatro. Eso sí, estamos
finalizando la temporada y las propuestas han sido en versión de concierto, con
una leve escenificación. Los títulos que rellenan el espacio dedicado al género
lírico nacional son La dogaresa y La marchenera. En la elección de ambos, sí
que hay que aplaudir a la dirección del teatro, por cuanto se trata de dos partituras
que duermen en las estanterías desde hace décadas. Nos centramos en este caso
en la primera de ellas, La dogaresa.
Fue Rafael Millán un compositor
dotadísimo al que, por desgracia, una enfermedad cerebral degenerativa dejó
postrado en una silla de ruedas cuando apenas había cumplido la treintena. Como
relata Marcos Redondo en sus memorias, parece ser que sus obras gustaban mucho
más en Barcelona que en Madrid, donde ninguno de sus títulos acabó nunca por
imponerse con claridad. Sin embargo, el barítono de Pozoblanco reconocía que,
de todos los compositores de aquella generación, era al que más agradecido
estaba. En el caso concreto de La dogaresa, nos encontramos ante una obra de
fresca inspiración melódica con claros ribetes de opereta, si bien el argumento
alcanza en algunos momentos unos derroteros francamente dramáticos, y con
algunos personajes (caso del barítono) de una cierta complejidad de carácter. A
destacar también la buena recreación atmosférica de la obra, que se desarrolla,
como es obvio por el título, en Venecia, cuyos canales, góndolas y sonoridades
acuáticas se hacen muy presentes en algunos momentos de la partitura.
La dramatización llevada a cabo
en esta ocasión, a cargo de Javier de Dios, no pareció excesivamente elaborada,
sino que muy al contrario dio más bien síntomas de cierta rutina o falta de
ideas. Se limitó a ir contando el argumento a través de los personajes de Marco
y Rosina (los dos únicos que se desdoblaron entre actor y cantante, e incorporados respectivamente por David Lorente y Beatriz Argüello), quienes iban
dando paso a los números musicales. Los cantantes, en traje de concierto,
hacían acto de presencia en el escenario, cantaban sus partes y volvían a
salir, sin apenas implicarse mucho en el aspecto dramático de la historia. El
coro permanecía en escena toda la obra sentado al fondo del escenario. Tanto el
vestuario de los dos actores que hicieron de maestros de ceremonias, como los
escasos telones pintados que acompañaron algunos de los números musicales,
desprendían un irremediable aroma a rancio y a naftalina.
La parte vocal no acabó tampoco
de levantar los ánimos de la velada. El quinteto protagonista (Marietta,
Rosina, Paolo, Miccone y Zabulón) procedía casi al completo de ganadores (o
destacados participantes) de anteriores certámenes del concurso de canto de la
Fundación Guerrero. ¡Malos tiempos se avecinan para la lírica si éstos son los
mejores ejemplares de entre las nuevas generaciones!... El elemento más destacado
fue Ximena Agurto, soprano peruana, de buenos y suaves modales canoros, aunque
con cierta querencia a lo almibarado. Sus dos momentos solistas fueron lo mejor
de la noche; no para que se desbocara el entusiasmo, pero sí al menos para una escucha sin demasiados padecimientos. Sin
embargo, a partir del Fa/Sol agudo, esos buenos modales canoros mencionados, se
descontrolan bastante, perdiendo esmalte y tersura la voz, y apareciendo un
vibrato muy perceptible y unos sonidos con tendencia a lo agrio y a lo
destemplado. Sería bueno que la cantante fuera consciente de esos defectos para
que los corrija cuanto antes.
Salvable la Rosina de María José
Martos (el único elemento del reparto con recorrido artístico de cierta
envergadura), aunque no pareció cómoda en ningún momento con la tesitura del
papel, que le quedaba muy grave para su voz. El tenor Sergio Escobar hizo las
delicias de los aficionados que se solazan con “el burro grande… ande o no ande”.
Es cierto que su voz, de primeras, llama la atención por el volumen y la bruñidura,
pero pasado ese primer atisbo sonoro, el encanto desaparece. Estamos ante el
típico cantante que basa toda su actuación en soltar chorro de voz y "pepinazos", obviando por completo las más elementales reglas del canto, en cuanto
a línea, fraseo, distinción, control y demás características que marcan la
diferencia entre “cantar” y “dar notas” (la mayoría de las veces, además, muy
mal dadas).
Peor aún anduvo la cosa entre las
voces graves. El barítono coreano Jong-Hoon Heo (que de barítono tiene poco,
pues se trata más bien de un tenor corto) desperdició un papel bombón como el
de Miccone, que le sobrepasaba por todos lados. La voz, pésimamente emitida y peor
manejada, se quedaba en el cuello de la camisa, y apenas quedaba reducida a un
murmullo casi inaudible. Tres cuartos de lo mismo que pasaba con el búlgaro Ivo
Stanchev, la clásica voz de bajo dura y áspera, empotrada en la garganta, y con
escaso recorrido y expansión. Particular mención, por último, para Milagros Martín,
quien incorporaba el papel de La Hechicera, con una voz cada día mas desfondada
y hundida en los abismos. Guardamos un profundo afecto a la señora Martín, que
siempre ha sido una zarzuelera de raza, pero su canto poco a poco se ha ido viciando, en un vano intento de camuflar el paso del tiempo inventándose una voz de supuesta
contralto, que ni tuvo ni tendrá. La afectación de su canto y su sobreactuación
escénica fueron tan excesivas que por momentos parecía la caricatura de la
gitana Azucena, hecha del mismo molde que aquélla que tan genialmente
reflejaron los hermanos Marx en la inmortal Una noche en la ópera.
La orquesta no fue en esta
ocasión la titular del teatro (la Orquesta de la Comunidad de Madrid), sino la
Sinfónica de Navarra, a las órdenes de Cristóbal Soler, quien pareció esta vez
algo más inspirado de lo que en él suele ser habitual. Aún asi, su tendencia al
estruendo y al sonido bandístico y poco matizado, parecen una seña de identidad
casi inevitable en sus prestaciones.
Con todos los peros apuntados, es
siempre un placer poder escuchar por fin en vivo estos títulos zarzuelísticos
tan olvidados, y (se supone) en unas condiciones artísticas lo más favorable
posibles. De agradecer también que por fin hayamos podido escuchar la partitura en toda
su integridad, ya que en ninguna de las dos versiones discográficas
disponibles, está grabada toda la música. Tanto la de Marco (aunque en menor
cantidad), como, por supuesto, la de Argenta (donde brillan las tijeras) tenían
eso que ahora está tan de moda: los recortes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario