lunes, 17 de abril de 2017

Der Ring des Nibelungen (Weimar, 2008) (DVD - Arthaus Musik, 2017)

Los nibelungos en la tudesca provincia


A pesar de la cada día mayor presencia del mundo operístico en medios de comunicación, redes sociales o salas cinematográficas para todos los públicos, que así parece desvirtuar el toque clasista que en otra época tuvo el género, no pasa éste por sus mejores momentos. A la falta de verdaderas estrellas (sobran dedos en una mano para contar las lumbreras que tengan auténtico tirón sobre el aficionado, y alguna de ella tiene más de un pie en el pasado que en el presente), se une la precaria calidad técnica de la gran mayoría de cantantes (jóvenes y no tan jóvenes), y el avasallador dominio de los directores escénicos que han acabado por imponer lo que parece ser un pensamiento único en la manera de entender el aspecto visual del hecho operístico, basado sobre todo en el descreimiento en los valores propios de la obra a dirigir (en mayor medida si se trata de un título perteneciente al romanticismo, período absolutamente apestado y vilipendiado), a la cual se degrada hasta el ridículo, borrando códigos estilísticos, genéricos y temporales, hasta convertirlo todo en un “totum revolutum”, que vale lo mismo para un roto que para un descosido. Este “Anillo” de Weimar es un dechado de perfección en ese sentido, porque recoge todos esos vicios mencionados… y alguno más, como por ejemplo la manera funcionarial de hacer música en buena parte de la provincia profunda centroeuropea.

Son muchos los lastres con que cuenta este “Anillo” para poder hacer honor a la magna obra de Wagner, pero se puede empezar señalando al director musical (Carl St.Clair) al mando de una orquesta que se limita a dar notas, una detrás de otra, sin comprender que hacer música es algo muy diferente. Todo suena más o menos en su sitio, pero no hay personalidad, ni directrices, ni atmósferas. El sentido de la narración es nulo; la paleta de colores, espartana; y la tensión teatral brilla por su ausencia, no sólo para resaltar los momentos cumbres donde la música lleva en volandas al oyente (aquí el director, con torpeza, atempera el efecto), sino ni siquiera para dar la más mínima “punta” a los finales de acto, que quedan sosos y desvaídos. De la monumental partitura queda sólo el estruendo y el fárrago, reducido todo a una masa de sonido amorfa, sin carácter y sin esencia.

El plantel de cantantes está bajo mínimos. Transmiten la impresión general de voces que llevan un sinfín de años cantando un repertorio pesadísimo, sin tener ni la voz ni la técnica para semejantes empresas. Como consecuencia de ese dislate, encontramos voces agostadas, destimbradas, deshilachadas, llenas de vibrato, descoloridas, incapaces de cualquier otra cosa que no sea el grito pelado o el esfuerzo muscular. No sé dónde está escrito que para cantar Wagner basta con vocear cual náufrago en el mar. Por otra parte, el reparto de papeles parece un poco aleatorio, con cantantes que en una jornada interpretan un personaje, y en la siguiente otro diferente. Y esto ocurre no sólo con los personajes secundarios, sino también con los principales que, salvo Brünhilde, son cantados por diferentes intérpretes. Así Siegfried es un tenor (Johnny van Hal) en el título homónimo y otro distinto en Götterdämmerung (Norbert Schmittberg). Con Alberich pasa lo mismo, pero el caso más sangrante es el de Wotan, que es interpretado por un cantante diferente en cada una de las obras en que interviene: Mario Hoff en Rheingold, Renatus Meszar en Walküre, y Thomas Möwes en Siegfried. Lo mismo da que da lo mismo, porque el nivel es infumable en todos los casos, pero sí es cierto que deja una sensación como de inconexo, de falta de dimensión global en una obra como ésta cuyo fundamento es precisamente ése: la conjunción y la conexión interna a pesar de su concepción a gran escala.


En medio de este nivel canoro tan degradado, surge como un cisne en medio del fango la Brünhilde de Catherine Foster, intérprete hoy en día referente del canto wagneriano (es una habitual en Bayreuth), pero que en el momento de la grabación de estas funciones (2008) todavía no había despuntado. La voz es muy lírica para el papel, pero la cantante es expresiva, con una buena y tersa línea de canto, pero es que además cuenta con un tercio agudo brillantísimo, al que la cantante se asoma con mucha soltura, dejando algunos sonidos cristalinos y sedosos, poco habituales en este repertorio, y que contrastan aún más en este caso, dada la jauría canora que tiene a su alrededor. Del elenco vocal poco más se puede reseñar: Erin Caves es un Loge y un Siegmund salvable, de fraseo interesante, aunque con poca pegada arriba, como se pone de manifiesto en los “Wälse”; Kirsten Blanck (Sieglinde) tiene poderío y presencia en la zona aguda, pero el centro y el grave salen sofocados y con mucho aire; Marietta Zumbült es una Gutrune también muy lírica, con brillo en el agudo, pero sin sustancia en el resto de la gama; y por último, Nadine Weissmann desentona como Erda, pero cumple con mucho decoro como Waltraute, en Götterdämmerung, logrando una sentida versión de su relato, aunque la voz no está bien sostenida, y no tiene graves, por más que se presente como mezzosoprano.

Sobre la puesta en escena de Michael Schulz, mejor correr un tupido velo. Quintaesencia del modelo escénico, rutinario y de rigor, que el “calvinismo operístico” europeo ha ido exportando al mundo entero (y parte del extranjero). Exaltación del feísmo, de lo cutre, de lo zarrapastroso y del baratillo: hiperrealismo a toda costa. De bosques, ríos, fuego y tierra, no hablamos. De poesía, sublimación, dioses y héroes, mucho menos. Por ser positivos, señalar dos momentos donde la inspiración parece elevarse algún milímetro por encima de lo pedestre: la enunciación fúnebre de Brünhilde a Siegmund (¡por fin algo de atmósfera en medio de la nada!), y el final de Walküre, que se recupera en la conclusión de Siegfried, con un efecto visual muy plástico. 
El resto es silencio”… sólo apto para wagnerianos recalcitrantes (ciegos y sordos, eso sí).


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