Los nibelungos en la tudesca
provincia
A pesar de la cada día mayor presencia del mundo operístico
en medios de comunicación, redes sociales o salas cinematográficas para todos
los públicos, que así parece desvirtuar el toque clasista que en otra época
tuvo el género, no pasa éste por sus mejores momentos. A la falta de verdaderas
estrellas (sobran dedos en una mano para contar las lumbreras que tengan
auténtico tirón sobre el aficionado, y alguna de ella tiene más de un pie en el
pasado que en el presente), se une la precaria calidad técnica de la gran
mayoría de cantantes (jóvenes y no tan jóvenes), y el avasallador dominio de los
directores escénicos que han acabado por imponer lo que parece ser un
pensamiento único en la manera de entender el aspecto visual del hecho
operístico, basado sobre todo en el descreimiento en los valores propios de la
obra a dirigir (en mayor medida si se trata de un título perteneciente al
romanticismo, período absolutamente apestado y vilipendiado), a la cual se
degrada hasta el ridículo, borrando códigos estilísticos, genéricos y
temporales, hasta convertirlo todo en un “totum revolutum”, que vale lo mismo
para un roto que para un descosido. Este “Anillo” de Weimar es un dechado de
perfección en ese sentido, porque recoge todos esos vicios mencionados… y
alguno más, como por ejemplo la manera funcionarial de hacer música en buena
parte de la provincia profunda centroeuropea.
Son muchos los lastres con que cuenta este “Anillo” para
poder hacer honor a la magna obra de Wagner, pero se puede empezar señalando al
director musical (Carl St.Clair) al mando de una orquesta que se limita a dar
notas, una detrás de otra, sin comprender que hacer música es algo muy
diferente. Todo suena más o menos en su sitio, pero no hay personalidad, ni
directrices, ni atmósferas. El sentido de la narración es nulo; la paleta de
colores, espartana; y la tensión teatral brilla por su ausencia, no sólo para
resaltar los momentos cumbres donde la música lleva en volandas al oyente (aquí
el director, con torpeza, atempera el efecto), sino ni siquiera para dar la más
mínima “punta” a los finales de acto, que quedan sosos y desvaídos. De la
monumental partitura queda sólo el estruendo y el fárrago, reducido todo a una
masa de sonido amorfa, sin carácter y sin esencia.
El plantel de cantantes está bajo mínimos. Transmiten la
impresión general de voces que llevan un sinfín de años cantando un
repertorio pesadísimo, sin tener ni la voz ni la técnica para semejantes
empresas. Como consecuencia de ese dislate, encontramos voces agostadas,
destimbradas, deshilachadas, llenas de vibrato, descoloridas, incapaces de
cualquier otra cosa que no sea el grito pelado o el esfuerzo muscular. No sé
dónde está escrito que para cantar Wagner basta con vocear cual náufrago en el
mar. Por otra parte, el reparto de papeles parece un poco aleatorio, con
cantantes que en una jornada interpretan un personaje, y en la siguiente otro
diferente. Y esto ocurre no sólo con los personajes secundarios, sino también
con los principales que, salvo Brünhilde, son cantados por diferentes
intérpretes. Así Siegfried es un tenor (Johnny van Hal) en el título homónimo y
otro distinto en Götterdämmerung (Norbert Schmittberg). Con Alberich pasa lo mismo,
pero el caso más sangrante es el de Wotan, que es interpretado por un cantante
diferente en cada una de las obras en que interviene: Mario Hoff en
Rheingold, Renatus Meszar en Walküre, y Thomas Möwes en Siegfried. Lo mismo da que da lo mismo, porque el nivel es infumable en todos los casos, pero sí es cierto que deja una sensación como de inconexo, de falta de dimensión global en una obra como ésta cuyo fundamento es precisamente ése: la conjunción y la conexión interna a pesar de su concepción a gran escala.
En medio de este nivel canoro tan
degradado, surge como un cisne en medio del fango la Brünhilde de Catherine
Foster, intérprete hoy en día referente del canto wagneriano (es una habitual
en Bayreuth), pero que en el momento de la grabación de estas funciones (2008)
todavía no había despuntado. La voz es muy lírica para el papel, pero la
cantante es expresiva, con una buena y tersa línea de canto, pero es que además
cuenta con un tercio agudo brillantísimo, al que la cantante se asoma con mucha
soltura, dejando algunos sonidos cristalinos y sedosos, poco habituales en este
repertorio, y que contrastan aún más en este caso, dada la jauría canora que
tiene a su alrededor. Del elenco vocal poco más se puede reseñar: Erin Caves es
un Loge y un Siegmund salvable, de fraseo interesante, aunque con poca pegada
arriba, como se pone de manifiesto en los “Wälse”; Kirsten Blanck (Sieglinde)
tiene poderío y presencia en la zona aguda, pero el centro y el grave salen sofocados y con mucho aire; Marietta Zumbült es una Gutrune también muy
lírica, con brillo en el agudo, pero sin sustancia en el resto de la gama; y
por último, Nadine Weissmann desentona como Erda, pero cumple con mucho decoro
como Waltraute, en Götterdämmerung, logrando una sentida versión de su
relato, aunque la voz no está bien sostenida, y no tiene graves, por más que se
presente como mezzosoprano.
Sobre la puesta en escena de
Michael Schulz, mejor correr un tupido velo. Quintaesencia del modelo escénico,
rutinario y de rigor, que el “calvinismo operístico” europeo ha ido exportando
al mundo entero (y parte del extranjero). Exaltación del feísmo, de lo cutre,
de lo zarrapastroso y del baratillo: hiperrealismo a toda costa. De bosques,
ríos, fuego y tierra, no hablamos. De poesía, sublimación, dioses y héroes,
mucho menos. Por ser positivos, señalar dos momentos donde la inspiración
parece elevarse algún milímetro por encima de lo pedestre: la enunciación
fúnebre de Brünhilde a Siegmund (¡por fin algo de atmósfera en medio de la
nada!), y el final de Walküre, que se recupera en la conclusión de Siegfried, con un efecto visual muy plástico.
“El resto es silencio”… sólo
apto para wagnerianos recalcitrantes (ciegos y sordos, eso sí).
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