De la pirámide al iglú
Noche de gala en Salzburgo, con despliegue de estrellas (de
las pocas que ya van quedando) y derroche de glamur, casi como en los tiempos
gloriosos del Festival, cuando el “sargento de hierro” (de nombre artístico Herr
Karajan) era dueño y señor de aquellos pagos mozartianos. Al frente del
cotarro, uno de los pocos directores legendarios que aún deambulan por este
mundo (Riccardo Muti), y la estrella más rutilante del firmamento operístico
actual, Anna Netrebko, al frente del reparto. ¿Para qué queremos más?...
Una cosa queda clara desde el principio: el viejo Muti ya no
es el fogoso y desmelenado director verdiano de sus tiempos mozos. Bien es
cierto que Aida es una obra con tendencia a la frigidez, que se presta poco al
desahogo impetuoso y vehemente tan característico de buena parte del catálogo
verdiano. Aún así, Muti lleva la falta de calidez a un grado extremo, que roza
lo aséptico. Nada que reprochar al trabajo sonoro y a la exquisitez de la
exposición, desde un preludio sedoso, evocador y de gran ductilidad en
las transiciones dinámicas, pasando por el tratamiento camerístico de la
orquesta, lleno de sutilezas tímbricas y de trazo cuidadoso en el afán de
resaltar el exotismo evanescente de la partitura. El acompañamiento al canto es
inmaculado y todo tiene una pátina de refinamiento y de calidad indudable, pero
falta pasión, efecto teatral y… ¡¡¡vida!!!
Muy bien cantada la Aida de Anna
Netrebko. Es un gustazo escuchar en su boca frases como el ataque de "Numi
pietá", con la voz recogida pero plena de consistencia y de apoyo, así como todo
lo que sigue en ésa su primera escena solista. Magnífica también en su aria del
tercer acto, llena de dificultades, pero que la cantante resuelve con aparente
facilidad. Lo mismo ocurre en frases como “In estasi d’amore”, del dúo del
tercer acto con el tenor. Netrebko apiana, refuerza o diluye el canto, con
una sonoridad que no pierde redondez ni tersura en ningún momento, con un
legato y una riqueza de armónicos que provoca auténtico embeleso. Además del
dominio técnico innegable, se vale de una voz refulgente y homogénea, con unas
irisaciones muy sugerentes, y que en conjunto es un verdadero regalo para los
oídos. Lástima que a menudo se empeñe en reforzar las sonoridades “cupas”, que hacen perder
encanto y magia al hechizo. Lo que se echa a faltar en su interpretación es
mayor implicación dramática, algo más de variedad expresiva y
de fantasía para rematar la faena.
Meli, como ya se ha dicho hasta la saciedad, es un cantante
con una bonita voz y con buena disposición, pero nada más. Tendría problemas si
cantara un repertorio más ligero y más acorde con su vocalidad, pero si encima
se mete en camisas de once varas, el resultado sólo puede ser un desastre, por
mucha buena voluntad que el hombre ponga en el empeño. Radames es un personaje
para virtuosos del canto. Todo aquél que esté por debajo de ese nivel va a
quedar con el culo al aire. Y tal cual queda Meli, ya desde el inicio: en el
primer “ergerti un trono” la voz se queda toda atrás, según va subiendo hasta
el si bemol. En la repetición de “ergerti”, hacia el final del aria, el nuevo
ascenso al si bemol lo hace atacando la nota desde abajo, a la remanguillé. Y
el “vicino al sol” conclusivo es un vulgar falsete. Mejor así que a grito pelado, por
supuesto, pero no es eso lo que pide Verdi, aparte de que es el tipico recurso
de cantante pedestre, del cual Meli abusa en cuanto vienen curvas. Sus frases solistas durante el “Nume custode e vindice”
son un quiero y no puedo, soltadas cual jotero mayor, y con la voz sometida por un vibrato descontrolado a causa de tanto forzar. Famélica la resolución de “il ciel dei
nostri amori” y de todas las frases complicadas de ese “tour de force” para el
tenor que es el dúo del tercer acto. Pésimo en la stretta y al borde del
desastre en frases como “tradí la patria”. Salva algo los muebles en el dúo
final, pero siempre con esa sensación de diletante que pasaba por allí.
Ekaterina Semenchuk es una Amneris de nivel cuando
libera los sonidos en el sector medio agudo, donde la voz tiene calidad y notas
con buen metal y enjundia, como demuestra en sus sensuales frases de inicio del
segundo acto. Buenos acentos y fraseo también en el dúo con el tenor del último
acto, con imponentes subidas al agudo. Sin embargo, por abajo la voz se vuelve opaca
y borrosa, y la resolución de las frases resulta muy laboriosa y poco
convincente. Quizás estamos más ante una soprano que ante una mezzo. Debería de
hacérselo mirar la señora Semenchuk, quien no en balde tiene en repertorio la
Lady Macbeth verdiana, sin ir más lejos.
Luca Salsi es un Amonasro
controlado, sin los “barbarismos” ni los desparrames habituales. La voz es más
bien estropajosa y de emisión retrasada, pero se muestra doliente y con nobleza
en su presentación, y también tiene buenos acentos en el dúo paterno-filial del
tercer acto. Beloselsky, por su parte, es un Ramfis sonoro, pero de voz y de canto
desgarbado. Canta como a trompicones, y en una lengua ignota que poco tiene que
ver con el texto de Ghislanzoni. Mejor Tagliavini como Rey, con la voz más reconcentrada y mejor compuesta, aunque no parece que la proyección sea del todo ortodoxa. Por una
vez (y sin que sirva de precedente), buen nivel de los secundarios: Bror Magnus
Todenes, como el Mensajero, y Benedetta Torre, como la Sacerdotisa, ésta última
una voz que apunta muy buenas maneras.
La puesta en escena de Shirin
Neshat va a su bola en cuestiones espacio-temporales, pero es muy sugerente y
estilizada, además de que hace honor a festival tan caro y glamuroso. Glamur y poderío que se nota hasta en los esclavos etíopes, que van vestidos, por lo
menos, de Zara. Si bien en lo que a vestuario se refiere, la palma del derroche se lo
lleva Amneris, que luce cuatro trajes, uno por acto, a cual más deslumbrante: amarillo
fuego al principio, rojo pasión en el segundo acto (que destaca sobre el gris
perla del coro y la escenografía), azul eléctrico en el tercero, y blanco
impoluto al final (como dándonos a entender que la buena mujer, sin su Radames, se va a quedar
para vestir santos). La escenografía consta de dos grandes bloques que giran
aprovechando las mastodónticas dimensiones del escenario, y van recreando con
mucha eficacia las distintas estancias y situaciones escénicas. Además las
paredes de esos dos bloques sirven de pantallas donde se proyectan imágenes de
muy buen efecto dramático: el oprimido pueblo etíope durante el “Numi pietá”,
de Aida, o el juicio de Radames en el último acto, con las figuras gigantes de
los sacerdotes en la pantalla en contraste con la diminuta apariencia de Amneris
sobre el escenario. Muy cuidada también la iluminación. En conjunto una
producción muy bella, con buenas ideas y suficiente derroche de medios, aunque quizás
con el mismo pecado que el conjunto: la escasa temperatura teatral.
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