martes, 15 de agosto de 2017

Verdi AIDA (Salzburgo 2017)




De la pirámide al iglú

Noche de gala en Salzburgo, con despliegue de estrellas (de las pocas que ya van quedando) y derroche de glamur, casi como en los tiempos gloriosos del Festival, cuando el “sargento de hierro” (de nombre artístico Herr Karajan) era dueño y señor de aquellos pagos mozartianos. Al frente del cotarro, uno de los pocos directores legendarios que aún deambulan por este mundo (Riccardo Muti), y la estrella más rutilante del firmamento operístico actual, Anna Netrebko, al frente del reparto. ¿Para qué queremos más?... 

Una cosa queda clara desde el principio: el viejo Muti ya no es el fogoso y desmelenado director verdiano de sus tiempos mozos. Bien es cierto que Aida es una obra con tendencia a la frigidez, que se presta poco al desahogo impetuoso y vehemente tan característico de buena parte del catálogo verdiano. Aún así, Muti lleva la falta de calidez a un grado extremo, que roza lo aséptico. Nada que reprochar al trabajo sonoro y a la exquisitez de la exposición, desde un preludio sedoso, evocador y de gran ductilidad en las transiciones dinámicas, pasando por el tratamiento camerístico de la orquesta, lleno de sutilezas tímbricas y de trazo cuidadoso en el afán de resaltar el exotismo evanescente de la partitura. El acompañamiento al canto es inmaculado y todo tiene una pátina de refinamiento y de calidad indudable, pero falta pasión, efecto teatral y… ¡¡¡vida!!!

Muy bien cantada la Aida de Anna Netrebko. Es un gustazo escuchar en su boca frases como el ataque de "Numi pietá", con la voz recogida pero plena de consistencia y de apoyo, así como todo lo que sigue en ésa su primera escena solista. Magnífica también en su aria del tercer acto, llena de dificultades, pero que la cantante resuelve con aparente facilidad. Lo mismo ocurre en frases como “In estasi d’amore”, del dúo del tercer acto con el tenor. Netrebko apiana, refuerza o diluye el canto, con una sonoridad que no pierde redondez ni tersura en ningún momento, con un legato y una riqueza de armónicos que provoca auténtico embeleso. Además del dominio técnico innegable, se vale de una voz refulgente y homogénea, con unas irisaciones muy sugerentes, y que en conjunto es un verdadero regalo para los oídos. Lástima que a menudo se empeñe en reforzar las sonoridades “cupas”, que hacen perder encanto y magia al hechizo. Lo que se echa a faltar en su interpretación es mayor implicación dramática, algo más de variedad expresiva y de fantasía para rematar la faena.


Meli, como ya se ha dicho hasta la saciedad, es un cantante con una bonita voz y con buena disposición, pero nada más. Tendría problemas si cantara un repertorio más ligero y más acorde con su vocalidad, pero si encima se mete en camisas de once varas, el resultado sólo puede ser un desastre, por mucha buena voluntad que el hombre ponga en el empeño. Radames es un personaje para virtuosos del canto. Todo aquél que esté por debajo de ese nivel va a quedar con el culo al aire. Y tal cual queda Meli, ya desde el inicio: en el primer “ergerti un trono” la voz se queda toda atrás, según va subiendo hasta el si bemol. En la repetición de “ergerti”, hacia el final del aria, el nuevo ascenso al si bemol lo hace atacando la nota desde abajo, a la remanguillé. Y el “vicino al sol” conclusivo es un vulgar falsete. Mejor así que a grito pelado, por supuesto, pero no es eso lo que pide Verdi, aparte de que es el tipico recurso de cantante pedestre, del cual Meli abusa en cuanto vienen curvas. Sus frases solistas durante el “Nume custode e vindice” son un quiero y no puedo, soltadas cual jotero mayor, y con la voz sometida por un vibrato descontrolado a causa de tanto forzar. Famélica la resolución de “il ciel dei nostri amori” y de todas las frases complicadas de ese “tour de force” para el tenor que es el dúo del tercer acto. Pésimo en la stretta y al borde del desastre en frases como “tradí la patria”. Salva algo los muebles en el dúo final, pero siempre con esa sensación de diletante que pasaba por allí.

Ekaterina Semenchuk es una Amneris de nivel cuando libera los sonidos en el sector medio agudo, donde la voz tiene calidad y notas con buen metal y enjundia, como demuestra en sus sensuales frases de inicio del segundo acto. Buenos acentos y fraseo también en el dúo con el tenor del último acto, con imponentes subidas al agudo. Sin embargo, por abajo la voz se vuelve opaca y borrosa, y la resolución de las frases resulta muy laboriosa y poco convincente. Quizás estamos más ante una soprano que ante una mezzo. Debería de hacérselo mirar la señora Semenchuk, quien no en balde tiene en repertorio la Lady Macbeth verdiana, sin ir  más lejos.


Luca Salsi es un Amonasro controlado, sin los “barbarismos” ni los desparrames habituales. La voz es más bien estropajosa y de emisión retrasada, pero se muestra doliente y con nobleza en su presentación, y también tiene buenos acentos en el dúo paterno-filial del tercer acto. Beloselsky, por su parte, es un Ramfis sonoro, pero de voz y de canto desgarbado. Canta como a trompicones, y en una lengua ignota que poco tiene que ver con el texto de Ghislanzoni. Mejor Tagliavini como Rey, con la voz más reconcentrada y mejor compuesta, aunque no parece que la proyección sea del todo ortodoxa. Por una vez (y sin que sirva de precedente), buen nivel de los secundarios: Bror Magnus Todenes, como el Mensajero, y Benedetta Torre, como la Sacerdotisa, ésta última una voz que apunta muy buenas maneras.

La puesta en escena de Shirin Neshat va a su bola en cuestiones espacio-temporales, pero es muy sugerente y estilizada, además de que hace honor a festival tan caro y glamuroso. Glamur y poderío que se nota hasta en los esclavos etíopes, que van vestidos, por lo menos, de Zara. Si bien en lo que a vestuario se refiere, la palma del derroche se lo lleva Amneris, que luce cuatro trajes, uno por acto, a cual más deslumbrante: amarillo fuego al principio, rojo pasión en el segundo acto (que destaca sobre el gris perla del coro y la escenografía), azul eléctrico en el tercero, y blanco impoluto al final (como dándonos a entender que la buena mujer, sin su Radames, se va a quedar para vestir santos). La escenografía consta de dos grandes bloques que giran aprovechando las mastodónticas dimensiones del escenario, y van recreando con mucha eficacia las distintas estancias y situaciones escénicas. Además las paredes de esos dos bloques sirven de pantallas donde se proyectan imágenes de muy buen efecto dramático: el oprimido pueblo etíope durante el “Numi pietá”, de Aida, o el juicio de Radames en el último acto, con las figuras gigantes de los sacerdotes en la pantalla en contraste con la diminuta apariencia de Amneris sobre el escenario. Muy cuidada también la iluminación. En conjunto una producción muy bella, con buenas ideas y suficiente derroche de medios, aunque quizás con el mismo pecado que el conjunto: la escasa temperatura teatral.


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