Pavol Breslik (Edgardo)
Dalibor Jenis (Enrico)
Dtor: Kirill Petrenko
Para mí el interés de esta función venía dado por la batuta de Kirill Petrenko,
porque del reparto ya sabía que no se podían esperar grandes virtudes. Resulta
sorprendente ver el acercamiento a la obra de un director tan alejado de este
repertorio, pero siendo director musical de la ópera bávara, está claro que se
trata de una decisión plenamente consciente y personal. Es curiosa la atracción
que esta partitura ha ejercido sobre algunas grandes batutas, como Karajan,
Abbado, Fricsay o Gergiev, y ahora Petrenko.
La labor del director ruso ha supuesto un felicísimo acontecimiento. Ha sabido
extraer de la partitura esa tinta tan particular que la envuelve, desbordante
de resonancias góticas y espectrales, con esa carga de ensoñación e irrealidad,
y con ese perfume nocturno y misterioso. Ya desde la introducción, llena de
espesor y densidad, se marca la pauta de la obra. Parte de un sonido compacto,
pero límpido, transparante, de extraordinario cuidado en los detalles, pero sin
perder el vigor y la energía (espectacular la entrada de Edgardo y el
concertante del segundo acto). Magnífica la construcción interna de cada
número, jugando con las dinámicas sutilmente para construir la progresión
dramática y concertando cada elemento para que nada pierda protagonismo
(estupendo en ese sentido el sexteto). Por si fuera poco, exhibe una gran
cantabilidad en la exposición de las melodías (precioso el ataque de Tu
che a Dio), y sabe acompañar el canto creando el tejido orquestal
justo y elocuente para cada situación ambiental (las tinieblas y el halo
recóndito de Regnava nel silenzio; la
grandeza reconcentrada con connotaciones fúnebres del aria de Egardo; o la
impresionante aparición de Lucia con la glassharmonica, y todo el
recitativo, con un sonido sobrenatural y alucinado de sorprendente modernidad).
El trabajo de deconstrucción de la partitura, que se interpreta completísima,
llega hasta graduar tensiones y matices en momentos tan triviales como el aria
del bajo, o el recitativo (que se suprime practicamente siempre) que sigue a la
escena de la locura, y que aquí adquiere un valor insospechado. Hay una
tendencia por los tempos marcadamente lentos (sobre todo en los andantes de
Lucia), que además de no perder pulso ni sustancia, sirven para acrecentar la
sensación de irrealidad en la mente de la protagonista. De alabar también el mimo
con que trata a los cantantes, a los que ayuda y sostiene, sabedor de que no
cuenta con unos portentos vocales sobre la escena.
Para llevar a cabo esta labor cuenta con unos medios fabulosos como son la
orquesta y el coro muniqués. La primera es un lujazo, de sonido sedoso y
morbidísimo en la cuerda, y cálido y robusto en los vientos, con alguna mínima
pifia en las trompas, pero ya sabemos que eso pasa hasta en las mejores
familias. Y el coro está sensacional a lo largo de toda la función, empastadísimo
y muy flexible con las indicaciones de Petrenko (sensacional en ese sentido la
ductilidad para las dinámicas ondulantes en la escena con el bajo del tercer
acto).
En definitiva, que es reconfortante ver tratada así, en su justa y auténtica
dimensión, una partitura tantas veces maltratada. Viendo la dedicación, el
trato exquisito, e incluso el amor que Petrenko le otorga a esta partitura,
tiene toda la pinta que, detrás de su decisión de abordar esta obra tan alejada
de su repertorio habitual, hay elementos sentimentales y personales. Si hubiera
tenido a disposición un reparto en condiciones, estaríamos hablando de una
versión de referencia.
Pero, por desgracia, el reparto es poca cosa. Jenis es una voz sin sustancia,
de tenor corto, que oscurece todas las vocales para parecer lo que no es.
Breslik intenta matizar y dar cierta expresión, pero con esa voz de chichinabo
es imposible salir airoso en un papel como éste. La voz carece de toda enjundia
y a partir del paso se desgañita. Cualquier nota por encima de un Fa es un
suplicio, y no digamos si hay que mantener los sonidos y frasear, como ocurre
en la escena de la muerte. Por momentos, uno piensa que quien está en el trance
mortal es el tenor y no el personaje.
En cuanto a Damrau, la voz cada vez suena más fibrosa, y no sé quién la ha
engañado y le ha hecho creer que tiene un don único para la expresión trágica.
Su tendencia al canto espasmódico y enfático empieza a resultar cargante,
desquiciando la línea de canto con gemidos, jadeos e inflexiones histéricas. Si
se dedicara exclusivamente a cantar, todos saldríamos ganando. Siguen sin
querer enterarse de que en este repertorio toda la expresión está en el canto y en
todas las posibilidades dramáticas que éste ofrece cuando se tiene talento,
técnica y verdadera fantasía musical. Tampoco ayuda nada verla en imágenes
porque como actriz es nula, poseída constantemente por una especie de “baile de
San Vito”, que esta producción ademas tiende a acentuar.
Por último, la escena es la enésima nadería. Y eso que el inicio es prometedor
y parece que le van a contar al espectador algo interesante, pero enseguida
todo se desinfla en el habitual cutrerío, mobiliario y escenografía
destartalada, cuerpos a tierra, desparrame general, y eso sí, todos bien
resguardados en interior, por si llueve. Las ruinas fantasmales, los bosques
nocturnos, los viejos cementerios y la naturaleza desbocada, mejor lo dejamos
para otro día, que eso del Romanticismo es un poco coñazo, y a ver si se nos va a pegar algo...
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