viernes, 22 de mayo de 2015


Una nueva Semiramide rossiniana en vídeo



Ya iba siendo hora de que apareciera en el mercado videográfco una nueva grabación de Semiramide. Si mi memoria no me falla, sólo se contaba con la versión del MET de los años noventa, con un reparto difícilmente superable, pero siempre viene bien tener dónde elegir.

Como era de esperar, esta nueva grabación no le llega ni a la suela del zapato a la antigua, aunque hay algunas cosas interesantes. El reparto está completamente desequilibrado en favor de las chicas. La parte masculina, por desgracia, es un absoluto horror. El tenor MacPherson es la reencarnación de “Topo Gigio”, y su primera aria, la perfecta caricatura de un tenor rossiniano: la voz en el cogote, moviendo la cabeza arriba y abajo (a punto de descoyuntarse) siguiendo la retahíla de notas como un autómata, y lanzando agudos desaforados, unas veces fijos y otras calantes. El Assur de Josef Wagner no le va a la zaga. Voz dura como una piedra, emitida desde las profundidades del averno, y que en resumidas cuentas debe cantar como un tercio de su partitura, dada la cantidad de notas que se va dejando por el camino.

Ante semejante jauría, la pareja femenina supone un bálsamo para los oídos. Tanto Papatanasiou (Semiramide) como Hallenberg (Arsace) se ven sobrepasadas por sus respectivas partes, pero al menos saben cantar. Las dos tienen el mismo problema: falta anchura y pujanza en el centro y en el grave, más evidente aún en el caso de Hallenberg (del centro hacia abajo la voz es completamente sorda) que se ahoga por momentos cuando hay que frasear con autoridad en esas zonas, al igual que cuando la coloratura incide, como ocurre con mucha frecuencia, en toda esa gama. De hecho, y de manera muy inteligente, cuando hace variaciones tira siempre hacia arriba, donde su voz refulge con mucho más poderío. Alarmante en su caso (sobre todo en este repertorio) el poco recorrido de su fiato, con continuas tomas de aire que rompen la línea y el legato, como queda muy de manifiesto en el andante de su escena solista en el acto segundo. A su favor, en cambio, la fantasía y la variedad en la expresión, la musicalidad, el trazo delicado, y la inteligencia para dar con el punto justo de esa efervescencia tan típicamente rossiniana.




Papatanasiou las da todas, no se arredra ante las dificultades (que son muchas), y en conjunto consigue una protagonista bastante apañada. Da la sensación de que la emisión es bastante sana, con especial brillo y pegada en la zona aguda. En los momentos de mayor conflictividad virtuosística, opta, con la ayuda del maestro, por la prudencia y por dosificar las fuerzas, pero en ningún caso por aliviarse. Un pelín decepcionante, por su parte, la dirección de Zedda. Hay nivel por supuesto, y la orquesta, que en general no es gran cosa, suena bastante bien, pero debe ser que ni lo que veía ni lo que escuchaba sobre el escenario le inspiraban demasiado, porque sobrevuela desde el principio una cierta sensación de rutina.

La puesta en escena es tipo “paja mental”. Hay de todo y casi nada bueno. El único momento atractivo es precisamente cuando el director escénico se está quieto, y se deja llevar por la música, como ocurre en el dúo materno-filial del segundo acto. Con esa música sublime, para qué más… Y mención aparte para el vestuario. Cada uno es hijo de su padre y de su madre: el coro parece un remedo de Boris Karloff en La momia; Semiramide, de elegante traje de noche; Arsace, de una especie de samurai; Idreno y Oroe, de chaqueta y corbata; Azema, del ama de llaves de “Rebeca”; y con el pobre Assur se debió de acabar el presupuesto, porque le han endilgado un jerseicillo (naranja, para más inri) y unos pantalones cutres, muy años setenta, aparte de calva postiza y gafotas de Mortadelo. Un adefesio, el pobre.

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