Una nueva Semiramide rossiniana en vídeo
Ya iba siendo hora de que apareciera en el mercado videográfco una
nueva grabación de Semiramide. Si mi memoria no
me falla, sólo se contaba con la versión del MET de los años noventa, con un
reparto difícilmente superable, pero siempre viene bien tener dónde elegir.
Como era de esperar, esta nueva grabación no le llega ni a la suela del zapato
a la antigua, aunque hay algunas cosas interesantes. El reparto está
completamente desequilibrado en favor de las chicas. La parte masculina, por
desgracia, es un absoluto horror. El tenor MacPherson es la reencarnación de
“Topo Gigio”, y su primera aria, la perfecta caricatura de un tenor rossiniano:
la voz en el cogote, moviendo la cabeza arriba y abajo (a punto de
descoyuntarse) siguiendo la retahíla de notas como un autómata, y lanzando
agudos desaforados, unas veces fijos y otras calantes. El Assur de Josef Wagner
no le va a la zaga. Voz dura como una piedra, emitida desde las profundidades
del averno, y que en resumidas cuentas debe cantar como un tercio de su
partitura, dada la cantidad de notas que se va dejando por el camino.
Ante semejante jauría, la pareja femenina supone un bálsamo para los oídos.
Tanto Papatanasiou (Semiramide) como Hallenberg (Arsace) se ven sobrepasadas
por sus respectivas partes, pero al menos saben cantar. Las dos tienen el mismo
problema: falta anchura y pujanza en el centro y en el grave, más evidente aún
en el caso de Hallenberg (del centro hacia abajo la voz es completamente sorda)
que se ahoga por momentos cuando hay que frasear con autoridad en esas zonas,
al igual que cuando la coloratura incide, como ocurre con mucha frecuencia, en
toda esa gama. De hecho, y de manera muy inteligente, cuando hace variaciones
tira siempre hacia arriba, donde su voz refulge con mucho más poderío.
Alarmante en su caso (sobre todo en este repertorio) el poco recorrido de su
fiato, con continuas tomas de aire que rompen la línea y el legato, como queda muy de manifiesto en el andante de su escena solista en el acto segundo. A su favor,
en cambio, la fantasía y la variedad en la expresión, la musicalidad, el trazo
delicado, y la inteligencia para dar con el punto justo de esa efervescencia tan típicamente rossiniana.
Papatanasiou las da todas, no se arredra ante las dificultades (que son
muchas), y en conjunto consigue una protagonista bastante apañada. Da la
sensación de que la emisión es bastante sana, con especial brillo y pegada en
la zona aguda. En los momentos de mayor conflictividad virtuosística, opta, con
la ayuda del maestro, por la prudencia y por dosificar las fuerzas, pero en
ningún caso por aliviarse. Un pelín decepcionante, por su parte, la dirección
de Zedda. Hay nivel por supuesto, y la orquesta, que en general no es gran cosa, suena bastante bien, pero debe ser
que ni lo que veía ni lo que escuchaba sobre el escenario le inspiraban
demasiado, porque sobrevuela desde el principio una cierta sensación de rutina.
La puesta en escena es tipo “paja mental”. Hay de todo y casi nada bueno. El
único momento atractivo es precisamente cuando el director escénico se está quieto, y se deja llevar
por la música, como ocurre en el dúo materno-filial del segundo acto. Con esa
música sublime, para qué más… Y mención aparte para el vestuario. Cada uno es
hijo de su padre y de su madre: el coro parece un remedo de Boris Karloff en La momia; Semiramide, de elegante traje de noche; Arsace,
de una especie de samurai; Idreno y Oroe, de chaqueta y corbata; Azema, del ama de llaves de
“Rebeca”; y con el pobre Assur se debió de acabar el presupuesto, porque le han
endilgado un jerseicillo (naranja, para más inri) y unos pantalones cutres, muy
años setenta, aparte de calva postiza y gafotas de Mortadelo. Un adefesio, el
pobre.
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