Gerald Finley (Guillaume)
John Osborn (Arnold)
Marlin Byström (Mathilde)
Antonio Pappano (Director)
Damiano Michieletto (Producción)
Tras unas cuantas décadas durmiendo el sueño de los justos,
parece que en los últimos tiempos esta magna obra rossiniana (punto final en la
carrera del compositor, pero casilla de salida para buena parte del operismo
europeo del XIX) está viviendo un resurgir, si no esplendoroso (las exigencias
máximas, en todos los sentidos, sobrepasan por completo el voluntarismo artístico,
pero escaso de sustancia, que le suele dar cobijo), sí al menos con una cierta
dignidad que le está permitiendo incorporarse con bastante asiduidad a los escenarios de muchos teatros de todo el mundo. Desde hace unas temporadas para acá, la
obra ha podido verse (bien en escena, bien en concierto) en ciudades como
París, Viena, Roma, Bolonia, Chicago, Amsterdam, Bruselas, Turín o Munich, además
de los dos feudos rossinianos de Pésaro y Bad Wildbad. Incluso España, a través
de Coruña, también ha aportado acento ibérico a este resurgimiento. Para la
próxima temporada se anuncia la obra en Ginebra o Hamburgo, y más adelante está
el esperadísimo retorno de Guillaume Tell al escenario del Metropolitan neoyorquino, del
cual falta desde 1931. Por cierto, repasando los anales del MET, hay que
frotarse los ojos para imaginarse lo que debió ser la velada en que allí
cantaron la obra un reparto de absoluto ensueño, compuesto por Danise,
Ponselle, Martinelli, Mardones y Didur. Es de agradecer además que, salvo
alguna puntual excentricidad, la obra parece imponerse finalmente en su versión
original francesa y no en la desvirtuada traducción italiana.
En esta ocasión le ha tocado el turno al Covent Garden, de
Londres, que ha montado una nueva producción de la obra a cargo del director
titular de la casa, Antonio Pappano, en la vertiente musical, y de la nueva
estrella escénica, el italiano Damiano Michieletto. En el terceto protagonista
(Finley, Byström y Osborn), tres cantantes que ya han interpretado la obra
anteriormente a las órdenes de Pappano. El conjunto es disfrutable, más teniendo
en cuenta las dificultades de la obra y también el habitual nivel operístico que
se puede ver por el mundo.
El elemento vocal más destacado es el protagonista de Gerald
Finley, quien cuenta con una voz muy adecuada para el papel, con un centro
robusto y ancho (más de lo que yo le recordaba), y un timbre viril y
contundente. La emisión es bastante aceptable, con alguna tendencia a la
nasalidad (en este caso aprovechando la particular fonética francesa), muy evidente
por ejemplo en la gran frase Mortelle disgrace del cuarteto del tercer acto.
El personaje, que recoge la gran tradición de la tragedie francesa, se expresa
sobre todo a través de un declamado amplio, heroico y noble, que Finley hace
suyo, componiendo un Tell apasionado y perentorio, de gran eficacia escénica. En
el aspecto expresivo, no se deja tentar, si bien a veces esté en el filo, por
el desparrame verista, aunque convendría que cuidara en la pronunciación el
exceso articulatorio de las consonantes oclusivas. En conjunto, una buena
prestación, con una versión muy estimable y muy sentida de su momento solista,
Sois immobile.
El tenor americano John Osborn, uno de los contados tenores habituales que pueden afrontar con ciertas garantías el personaje de Arnold, ofrece aquí la versión más floja de las varias que
le he visto del papel. La voz está perdiendo frescura y esmalte, lo cual se
pone de manifiesto ya desde el principio, en el dúo con el barítono. Va y
viene, sin cogerle el punto en ningún momento, y el cantante tiene que ir
sorteando los peligros como puede: abriendo el centro y el primer agudo,
empujando, forzando, pero sin encontrarse a gusto en ningún momento. En su aria
del cuarto acto, empieza con un buen recitativo, sigue con un aria problemática
(para irse al agudo recurre al falsettone), y concluye con una cabaletta
regulera pero con final feliz, con un agudo pillado un poco de soslayo pero que
consigue mantener a base de una buena ración de gónadas.
El trío protagonista lo cerraba una muy floja Marlin Byström
en el papel de Mathilde. La voz parece importante, pero la cantante es
rudimentaria y pedestre. Su canto se reduce a una retahíla de sonidos
guturales, fuera de sitio, descontrolados y estridentes. Una “ejecución” en
toda regla lo que ofrece en su escena solista del tercer acto (una de las joyas
de la partitura), resuelta a grito pelado, al igual que sus intervenciones en
el concertante que cierra ese mismo acto.
Buen nivel el de los secundarios, que en esta obra casi
nunca cumplen las mínimas expectativas, sobre todo en el sector grave: salvo
Halfvarson (Melchtal), que está en las últimas, tanto Vinogradov (Walter), con
una voz de timbre muy agradable, como Courjal (Gessler, personaje habitualmente
masacrado), no constituyen el habitual atentado a los oídos del respetable. Cumple
con holgura Fomina como Jemmy, y más flojos Enea Scala como el pescador (con la
voz empotrada en la nariz en los ascensos al agudo), y Shkosa como Edwige, ésta
completamente sorda y ahogada en su particular simulación de una voz de mezzo.
Magnífica, como era de esperar, la dirección de Pappano en una obra que conoce (y
ama) a la perfección. Ya desde la obertura, diferencia muy bien el mundo
bucólico y puro de la naturaleza, enfrentado al mundo violento y salvaje del invasor. En
ese sentido, por ejemplo, es curioso cómo en la escena del primer acto de la
bendición del amor conyugal, la música adquiere una significación casi
religiosa, realzada además por la puesta en escena, que muestra la intensa unión,
incluso en su sentido más físico (todos los personajes se embadurnan de tierra),
entre los campesinos y el suelo que les da el sustento. La orquesta y el coro
lo secundan admirablemente, tanto en los momentos más delicados (estupenda la
gradación dinámica de las trompas fuera de escena en el primer acto; o el
pizzicato morbidísimo, pero al mismo tiempo cargado de intensidad, en el motivo
del primer grupo de conjurados; o la extraordinaria introducción del acto
cuarto, densa y reconcentrada), como en los que se pide un sonido brillante y
vigoroso, como en los finales de actos, o en toda la escena inicial del segundo
cuadro del acto tercero.
Decepcionante, en cambio, la propuesta de Michieletto. Hay
algún momento puntual atractivo, como la mencionada escena de resonancias
telúricas, o detalles generales en la gran escena de los conjurados, pero en
conjunto resulta una producción fea y efectista, y lo que es peor, con muy poca
sustancia.
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