lunes, 20 de julio de 2015

Rossini GUILLAUME TELL (Covent Garden 2015)

Gerald Finley (Guillaume)
John Osborn (Arnold)
Marlin Byström (Mathilde)

Antonio Pappano (Director)
Damiano Michieletto (Producción)


Tras unas cuantas décadas durmiendo el sueño de los justos, parece que en los últimos tiempos esta magna obra rossiniana (punto final en la carrera del compositor, pero casilla de salida para buena parte del operismo europeo del XIX) está viviendo un resurgir, si no esplendoroso (las exigencias máximas, en todos los sentidos, sobrepasan por completo el voluntarismo artístico, pero escaso de sustancia, que le suele dar cobijo), sí al menos con una cierta dignidad que le está permitiendo incorporarse con bastante asiduidad a los escenarios de muchos teatros de todo el mundo. Desde hace unas temporadas para acá, la obra ha podido verse (bien en escena, bien en concierto) en ciudades como París, Viena, Roma, Bolonia, Chicago, Amsterdam, Bruselas, Turín o Munich, además de los dos feudos rossinianos de Pésaro y Bad Wildbad. Incluso España, a través de Coruña, también ha aportado acento ibérico a este resurgimiento. Para la próxima temporada se anuncia la obra en Ginebra o Hamburgo, y más adelante está el esperadísimo retorno de Guillaume Tell al escenario del Metropolitan neoyorquino, del cual falta desde 1931. Por cierto, repasando los anales del MET, hay que frotarse los ojos para imaginarse lo que debió ser la velada en que allí cantaron la obra un reparto de absoluto ensueño, compuesto por Danise, Ponselle, Martinelli, Mardones y Didur. Es de agradecer además que, salvo alguna puntual excentricidad, la obra parece imponerse finalmente en su versión original francesa y no en la desvirtuada traducción italiana.


En esta ocasión le ha tocado el turno al Covent Garden, de Londres, que ha montado una nueva producción de la obra a cargo del director titular de la casa, Antonio Pappano, en la vertiente musical, y de la nueva estrella escénica, el italiano Damiano Michieletto. En el terceto protagonista (Finley, Byström y Osborn), tres cantantes que ya han interpretado la obra anteriormente a las órdenes de Pappano. El conjunto es disfrutable, más teniendo en cuenta las dificultades de la obra y también el habitual nivel operístico que se puede ver por el mundo.


El elemento vocal más destacado es el protagonista de Gerald Finley, quien cuenta con una voz muy adecuada para el papel, con un centro robusto y ancho (más de lo que yo le recordaba), y un timbre viril y contundente. La emisión es bastante aceptable, con alguna tendencia a la nasalidad (en este caso aprovechando la particular fonética francesa), muy evidente por ejemplo en la gran frase Mortelle disgrace del cuarteto del tercer acto. El personaje, que recoge la gran tradición de la tragedie francesa, se expresa sobre todo a través de un declamado amplio, heroico y noble, que Finley hace suyo, componiendo un Tell apasionado y perentorio, de gran eficacia escénica. En el aspecto expresivo, no se deja tentar, si bien a veces esté en el filo, por el desparrame verista, aunque convendría que cuidara en la pronunciación el exceso articulatorio de las consonantes oclusivas. En conjunto, una buena prestación, con una versión muy estimable y muy sentida de su momento solista, Sois immobile.



El tenor americano John Osborn, uno de los contados tenores habituales que pueden afrontar con ciertas garantías el personaje de Arnold, ofrece aquí la versión más floja de las varias que le he visto del papel. La voz está perdiendo frescura y esmalte, lo cual se pone de manifiesto ya desde el principio, en el dúo con el barítono. Va y viene, sin cogerle el punto en ningún momento, y el cantante tiene que ir sorteando los peligros como puede: abriendo el centro y el primer agudo, empujando, forzando, pero sin encontrarse a gusto en ningún momento. En su aria del cuarto acto, empieza con un buen recitativo, sigue con un aria problemática (para irse al agudo recurre al falsettone), y concluye con una cabaletta regulera pero con final feliz, con un agudo pillado un poco de soslayo pero que consigue mantener a base de una buena ración de gónadas.


El trío protagonista lo cerraba una muy floja Marlin Byström en el papel de Mathilde. La voz parece importante, pero la cantante es rudimentaria y pedestre. Su canto se reduce a una retahíla de sonidos guturales, fuera de sitio, descontrolados y estridentes. Una “ejecución” en toda regla lo que ofrece en su escena solista del tercer acto (una de las joyas de la partitura), resuelta a grito pelado, al igual que sus intervenciones en el concertante que cierra ese mismo acto.


Buen nivel el de los secundarios, que en esta obra casi nunca cumplen las mínimas expectativas, sobre todo en el sector grave: salvo Halfvarson (Melchtal), que está en las últimas, tanto Vinogradov (Walter), con una voz de timbre muy agradable, como Courjal (Gessler, personaje habitualmente masacrado), no constituyen el habitual atentado a los oídos del respetable. Cumple con holgura Fomina como Jemmy, y más flojos Enea Scala como el pescador (con la voz empotrada en la nariz en los ascensos al agudo), y Shkosa como Edwige, ésta completamente sorda y ahogada en su particular simulación de una voz de mezzo.


Magnífica, como era de esperar, la dirección de Pappano en una obra que conoce (y ama) a la perfección. Ya desde la obertura, diferencia muy bien el mundo bucólico y puro de la naturaleza, enfrentado al mundo violento y salvaje del invasor. En ese sentido, por ejemplo, es curioso cómo en la escena del primer acto de la bendición del amor conyugal, la música adquiere una significación casi religiosa, realzada además por la puesta en escena, que muestra la intensa unión, incluso en su sentido más físico (todos los personajes se embadurnan de tierra), entre los campesinos y el suelo que les da el sustento. La orquesta y el coro lo secundan admirablemente, tanto en los momentos más delicados (estupenda la gradación dinámica de las trompas fuera de escena en el primer acto; o el pizzicato morbidísimo, pero al mismo tiempo cargado de intensidad, en el motivo del primer grupo de conjurados; o la extraordinaria introducción del acto cuarto, densa y reconcentrada), como en los que se pide un sonido brillante y vigoroso, como en los finales de actos, o en toda la escena inicial del segundo cuadro del acto tercero.


Decepcionante, en cambio, la propuesta de Michieletto. Hay algún momento puntual atractivo, como la mencionada escena de resonancias telúricas, o detalles generales en la gran escena de los conjurados, pero en conjunto resulta una producción fea y efectista, y lo que es peor, con muy poca sustancia.


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