lunes, 27 de julio de 2015

Verdi AIDA (Viena 2015)

Sondra Radvanovsky (Aida)
Luciana d'Intino (Amneris)
Jorge de León (Radames)
Franco Vassallo (Amonasro)

Philippe Auguin (Dtor.Musical)
Nicholas Joël (Producción)

La en otro tiempo ilustre y esplendorosa Staatsoper de Viena, anda últimamente de bastante capa caída. Se ven los repartos de la mayoría de sus funciones y parece que le han tocado en un tómbola. Las estrellas (supuestas) aparecen con cuentagotas y mientras tanto sus carteles están poblados de cantantes debutantes, desconocidos o recauchutados. Parece como si su escenario que antes era punto de llegada (de difícil y meritoria llegada, por cierto), ahora sea punto de partida, como si de una academia de canto se tratara. Cuando, por contra, sus repartos cuentan, como es el caso de  esta reciente función de Aida, con nombres afamados, se vuelve a poner de manifiesto que al final son más los ruidos que las nueces.

Sondra Radvanovsky en el papel protagonista atrae por su vozarrón “cuadrafónico” y apabullante, pero que se ve lastrado por el perenne vibrato y por una cierta tendencia a los sonidos estridentes y entubados. No existe personaje porque el fraseo es anodino y la dicción pésima. Otra de sus supuestas virtudes son los filados, que llaman más la atención en una voz tan poderosa, pero en realidad dichos filados como tales no existen. Son vulgares falsetes, donde el sonido, lleno de aire, sale fibroso, acartonado, con un punto importante de fijeza, sin tersura, desapoyado y apenas audible.

Luciana D’Intino (Amneris) es la cantante de las mil voces… y ninguna buena. La voz está partida en tres o cuatro diferentes, llena de notas falsas, diferencias tímbricas y sonidos velados. En las primeras frases, además, desafina flagrantemente. El canto, en conjunto, es bastante desarrapado, con ese estilo trasnochado de la típica Amneris de regusto verista, más cerca de una verdulera que de una princesa egipcia. Jorge de León (Radames) está despilfarrando sin control su capital. La técnica es pedestre, a base de empujar la voz por medio de contracciones musculares de la laringe, y cuando quiere dar descanso a ésta, enchufa los sonidos en la nariz. El fraseo es desgarbado y mortecino, la afinación, por momentos, aproximativa, y la oscilación de la voz cada vez más evidente, señal inequívoca de fatiga, de esfuerzo y de abuso.

El sector grave es una jauría desmelenada. Franco Vassallo canta todo abierto y desparramado. No hay ni una nota mínimamente presentable. Lógicamente, un cantante de este tipo encuentra terreno abonado para desbarrar en el tercer acto, donde siempre se confunde el acento imperioso y agresivo con los desmanes vocales y el canto asilvestrado. Sorin Coliban (Ramfis) es un horror sin paliativos. Emisión estomacal, sonidos de ultratumba, tembleques varios y un ascenso al agudo (un Fa, en la escena del Templo) calante y descoyuntado. A su lado, el Rey de un tal Speedo Green resulta casi audible.

La dirección orquestal es de Philippe Auguin. Contando con una orquesta como la Filarmónica de Viena es lógico que se logre un sonido de cierta compostura, incluso elegancia, pero el problema es el aparataje excesivo, la ampulosidad, el estruendo y el abuso de los decibelios. No hay tensión, no hay mordiente, no hay pasión ni drama. En su batuta, Aida más que nunca parece una ópera de boutique.

A la puesta en escena de Nicholas Joel el adjetivo que mejor le cuadra es extraña. Queda claro que trata de huir del tópico tan característico en esta ópera, pero evitando también caer en la extravagancia, que sería el camino más fácil. Es curiosa por las nuevas perspectivas visuales que aporta, tan desacostumbradas (como el fondo desértico en la escena de la marcha triunfal, o la diagonal que marca la escenografía en el segundo cuadro del primer acto). Huye también de la monumentalidad superflua y de la grandilocuencia, y en cierta medida termina desequilibrándose hacia lo espartano, pero es el conjunto lo que no acaba de funcionar. Queda todo desangelado, y oscuro, muy oscuro. Y falta poesía y capacidad ambiental para recrear las situaciones. En ese sentido es una pena cómo se deja escapar una escena tan envolvente como la del Nilo del tercer acto, que resulta opresiva, lóbrega y, sobre todo, prosaica.

No hay comentarios:

Publicar un comentario