Sondra Radvanovsky (Aida)
Luciana d'Intino (Amneris)
Jorge de León (Radames)
Franco Vassallo (Amonasro)
Philippe Auguin (Dtor.Musical)
Nicholas Joël (Producción)
La en otro tiempo ilustre y esplendorosa Staatsoper de
Viena, anda últimamente de bastante capa caída. Se ven los repartos de la mayoría
de sus funciones y parece que le han tocado en un tómbola. Las estrellas
(supuestas) aparecen con cuentagotas y mientras tanto sus carteles están poblados
de cantantes debutantes, desconocidos o recauchutados. Parece como si su
escenario que antes era punto de llegada (de difícil y meritoria llegada, por cierto),
ahora sea punto de partida, como si de una academia de canto se tratara. Cuando,
por contra, sus repartos cuentan, como es el caso de esta reciente función de Aida, con nombres
afamados, se vuelve a poner de manifiesto que al final son más los ruidos que
las nueces.
Sondra Radvanovsky en el papel protagonista atrae por su
vozarrón “cuadrafónico” y apabullante, pero que se ve lastrado por el perenne
vibrato y por una cierta tendencia a los sonidos estridentes y entubados. No
existe personaje porque el fraseo es anodino y la dicción pésima. Otra de sus
supuestas virtudes son los filados, que llaman más la atención en una voz tan
poderosa, pero en realidad dichos filados como tales no existen. Son vulgares
falsetes, donde el sonido, lleno de aire, sale fibroso, acartonado, con un punto importante de fijeza, sin
tersura, desapoyado y apenas audible.
Luciana D’Intino (Amneris) es la cantante de las mil voces…
y ninguna buena. La voz está partida en tres o cuatro diferentes, llena de
notas falsas, diferencias tímbricas y sonidos velados. En las primeras frases,
además, desafina flagrantemente. El canto, en conjunto, es bastante desarrapado,
con ese estilo trasnochado de la típica Amneris de regusto verista, más cerca de
una verdulera que de una princesa egipcia. Jorge de León (Radames) está
despilfarrando sin control su capital. La técnica es pedestre, a base de empujar
la voz por medio de contracciones musculares de la laringe, y cuando quiere dar
descanso a ésta, enchufa los sonidos en la nariz. El fraseo es desgarbado y
mortecino, la afinación, por momentos, aproximativa, y la oscilación de la voz
cada vez más evidente, señal inequívoca de fatiga, de esfuerzo y de abuso.
El sector grave es una jauría desmelenada. Franco Vassallo
canta todo abierto y desparramado. No hay ni una nota mínimamente presentable.
Lógicamente, un cantante de este tipo encuentra terreno abonado para desbarrar
en el tercer acto, donde siempre se confunde el acento imperioso y agresivo con
los desmanes vocales y el canto asilvestrado. Sorin Coliban (Ramfis) es un
horror sin paliativos. Emisión estomacal, sonidos de ultratumba, tembleques
varios y un ascenso al agudo (un Fa, en la escena del Templo) calante
y descoyuntado. A su lado, el Rey de un tal Speedo Green resulta casi audible.
La dirección orquestal es de Philippe Auguin. Contando con
una orquesta como la Filarmónica de Viena es lógico que se logre un sonido de
cierta compostura, incluso elegancia, pero el problema es el aparataje excesivo,
la ampulosidad, el estruendo y el abuso de los decibelios. No hay tensión, no hay
mordiente, no hay pasión ni drama. En su batuta, Aida más que nunca parece una ópera de boutique.
A la puesta en escena de Nicholas Joel el adjetivo que mejor
le cuadra es extraña. Queda claro que trata de huir del tópico tan
característico en esta ópera, pero evitando también caer en la extravagancia,
que sería el camino más fácil. Es curiosa por las nuevas perspectivas visuales
que aporta, tan desacostumbradas (como el fondo desértico en la escena
de la marcha triunfal, o la diagonal que marca la escenografía en el segundo
cuadro del primer acto). Huye también de la monumentalidad superflua y de la
grandilocuencia, y en cierta medida termina desequilibrándose hacia lo espartano, pero es el conjunto lo que no acaba de funcionar. Queda todo desangelado, y oscuro, muy oscuro. Y
falta poesía y capacidad ambiental para recrear las situaciones. En ese
sentido es una pena cómo se deja escapar una escena tan envolvente como la del
Nilo del tercer acto, que resulta opresiva, lóbrega y, sobre todo, prosaica.
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